El fin de la palabra, el tiempo de la palabra

La comunicación dominante genera mitos, imaginarios que condicionan a la opinión pública. Este texto aborda el mito de la paz y la función del arte en el momento histórico de Colombia.

(Prólogo para el libro ‘Intersecciones’ de la Universidad Cooperativa de Colombia, 2017)

Las palabras no son independientes, entidades añorantes de sí mismas nacidas para prestarse a narrativas ajenas, a veces a las propias. Las palabras son signo y son forma, son lucha interior entre homonimia y sinonimia, armamento para influir en el exterior.

Dicen algunos que no hay palabras en el campo de batalla, sólo sangre, sólo estruendo, sólo hombres jugando a ser hombres y mujeres “en función hombre” –Victoria Sau dixit- matando para ser, sólo silencio… Sin embargo, cada vez se ganan menos guerras en el campo de batalla. Suele ser el territorio de la derrota y de la victoria, más bien, el flácido y violento espacio de la palabra publicitaria, propagandística, falsamente periodística, en la palabra de los libros de historia o de los precoces ensayos de coyuntura. Es allí donde se tuerce el pescuezo a la narrativa del ‘Otro’. Cuando ese ‘Otro’ pierde el equilibrio en materia narrativa, las armas comienzan a desafinar y el espíritu guerrero cede ante la evidencia de la sordera masiva producto de la ineficacia ya del mensaje que justificaba nuestra lucha.

En la sinécdoque con la que torno ‘palabra’ en ‘lenguaje’ queda contenido todo elemento-signo que construye narrativa y que conforma el mensaje que da forma al sistema-mundo que tratamos de explicar –y, a veces, aunque esta debería ser nuestra obligación inicial, de subvertir-. Bajo este juego de parte por todo, la palabra –jamás aislada, rebelde frente al ensimismamiento que le atribuían los funcionalistas rusos- puede ser obra de arte o expresión literaria, estudio académico o producto de consumo cultural masivo, verbo encendido en la tribuna o, incluso, silencio en el discurso colectivo. Si coincidimos con Walter Benjamin en que la reproductividad técnica “emancipó a la obra de arte de su existencia parasitaria en un ritual” para fundamentarla en la praxis política, no queda ya lenguaje ni palabra ni obra al margen del contexto ni, por tanto, de la política. O, expresado de otra manera, la realidad “trascendente” tiene ya la capacidad de “debilitar” toda obra, toda palabra, todo lenguaje que pretenda ensimismarse en sí mismo o constreñirse a la breve fugacidad virtual.

Si no hay ‘palabra’ independiente, tampoco hay palabra aislada. De ahí las intersecciones, el cruce permanente de narrativas, el diálogo -ora sordo, ora productivo, ora reproductivo- entre formas de conjugar, de armar el rompecabezas del lenguaje condicionado por su relación con receptores no siempre inermes que forman parte del mismo contexto que se mira y se cuenta. Parte de lo que ha logrado el cartesianismo eurooocidental impuesto en la academia y, también, en el arte es crear la ficción del aislamiento, de los compartimentos estancos que no dialogan, que no se contaminan. Una ficción. No puede ser trascendente lo que aísla el ‘creosentipensar’ de forma artificial y restringe la palabra a pequeños círculos de ‘especialistas’ que la vacían de complejidad para cargarla con una apariencia de ‘especialización’.

 

Colombia resumida

El caso de Colombia no se puede mirar, ni estudiar, ni narrar, ni performatear de forma aislada. El país ha caminado en una estrecha celda, confundiendo especificidad con especialidad, poniendo nombre a lo que acontecía desde una lógica académica poco transdisciplinar. Los politólogos han contado un país (violencia y poder), los conflictólogos han narrado otro, los psicólogos apenas han rascado más en las consecuencias sicosociales que en los intereses que nos impulsan, los historiadores han escrito muchas veces con el extremo del lapicero que borra, que oculta o diluye, los antropólogos han querido inventar cajoncitos estancos para lo que fluye y se mezcla… La palabra ‘especializada’ ha fragmentado el poliédrico relato de la realidad o ha dibujado dicha complejidad para ‘especialistas’, pero ha fracasado, creo yo, en permear lo público: los debates, las construcciones, las deconstrucciones, las resistencias civiles, las utopías… Y ha fracasado –lo sigue haciendo aún en parte- con una alta dosis de desmemoria o de neomemoria.

El polifacético y fronterizo Heriberto Yépez, desde la frontera híbrida con el Imperio en decadencia, muestra cómo hay unas formas de reordenar la memoria que son “fascistas” y que nos empujan a confundir el espacio controlado con el tiempo histórico y la memoria con un avatar reducido de la propia memoria; la brevedad, en nuestro tiempo, es la virtud ensalzada que siembra el olvido (véanse las críticas al acuerdo de paz firmado en La Habana por su “excesiva” extensión: no parece desmesurado contener en 310 páginas la ruta para poner fin a un conflicto de décadas).

Yépez nos advierte del peligro de la palabra “comprimida” frente al relato comprensivo: “Una era de silencio es regida por lo represivo; una era de información por lo compresivo. Toda palabra se volverá abreviatura en una esfera de individuos comprimidos, entre quienes se trasmitirá cada vez más comprimida información. Cada uno, un puerto de emisión y recepción; cada uno, un puerto que, finalmente, se volverá punto, átomo de información”. Reconectar los átomos parece tarea de Sísifo. La atomización del individuo afecta también a artistas y académicos, presionados para reducir, sintetizar, minimizar el riesgo expansivo de lo verbalizado. La nueva –o reconstituida- colonialidad del saber, tan cargada del universalismo europeo como del culturalismo urgente estadounidense, nos empuja a reducir la memoria y a comprimir el relato. “Si la Historia fue invención senil de Europa, corresponde a Estados Unidos la invención de una historia-corta, de una rápida recordatoria. Estados Unidos hizo una adaptación de la Historia, la volvió quick-memory, briefing, mero memo” (Yépez: 2007, p 25).

El tiempo histórico que vive Colombia es, también, un briefing de lo que podría ser y la narración del mismo se ha “comprimido” en una sólo palabra convertida en mito y, por tanto, re (de) significada hasta mostrarse casi carente de significado. La palabra –y el mito- es “paz” y no parece razonable que la dejemos aislada como categoría de estudio para especialistas ni como resumen de los miedos o anhelos de toda una sociedad -cuando, además, conjugamos sociedad en singular confundiéndola no de forma inocente con la población que se acumula dentro de las fronteras físicas y políticas del Estado-Nación eurooccidental y homogeneizante imitado por las élites de la independencia. Así, “…en las ciencias sociales eurocéntricas se impone como unidad de análisis temporal/espacial las arbitrarias y movedizas fronteras espaciales y unidades temporales de los Estados-naciones, subordinando los análisis científico-sociales a las lógicas temporales y espaciales de la autoridad política que privilegia la modernidad” (Grosfoguel: 2017, p 155)-.

Parece razonable entonces, aunque no haya seguridad del éxito ni de la eficacia de la misión, desdoblar la palabra “paz” para mostrar sus múltiples caras e intersecciones y para alentar/alertar desde su propia fragilidad/búsqueda histórica. Y desdoblarla significa, en primer lugar, enfrentarla al espejo de la realidad trascendente entendiendo que esta –la realidad- es ante todo pasado y que ese pasado puede entenderse como pesado bloque inamovible y lastre para el presente o, como se conjugaría en algunas cosmovisiones andinas, un-pasado-como-futuro. Un pasado donde se encuentre “lo propio”, lo que nos define (nos hace diferentes), la esencia (no siempre positiva) que nos permita entendernos e imaginar un futuro conectado.

Y esa mirada, esa visión hacia el pasado-como-futuro, debe ser múltiple y debe cruzarse para buscar las intersecciones –en las que es propicia la siembra- y las zonas de sombra –a las que hay que buscar la forma de cosechar soluciones no violentas en la oscuridad del tiempo-espacio-. Es en ese esfuerzo donde hay que cruzar, combinar y entreverar las disciplinas académicas (liberadas en cierta medida del cartesianismo restrictivo) con los múltiples lenguajes artísticos conjugados (alejados del autotelismo ensimismado), en los espacios de rozamiento en los que las personas pueden con-vivir gracias (y no a pesar) de su diversidad .

Se trata, entonces, de partir del pasado para preñarse de futuro porque, en este juego de tiempos, podríamos parafrasear a André Bretón y decir que la palabra “sólo tiene valor cuando tiembla de reflejos del futuro”, (en Benjamin, W. -1936-. La obra de arte en la época de la reproductividad técnica). Reflejos porque no podemos ver más allá, porque el futuro, más allá del territorio de aburrida convivencia pacífica que se nos vende en los eslóganes del discurso hegemónico, sólo es incertidumbre y sombras de lo que estamos construyendo en este presente que ya es pasado.

Colombia tiene sobreabundancia de momentos históricos y cierta práctica en el olvido de los mismos. La paz prometida de la que hablamos ahora es bastante más conservadora de la que se anheló en 1991 o, incluso, en algunos momentos de los años ochenta del siglo pasado. Pero esa es la consecuencia de tanta violencia no gratuita. Dolores González, responsable de Procesos de Transformación Positiva de Conflictos en la organización mexicana SERAPAZ, cree que cuando “los niveles de violencia son tales y los costos son de tal dimensión, la agenda política de los movimientos sociales se restringe a unos mínimos que se basan en pedir un cierto estado de derecho, fortalecido en su capacidad de respuesta a las víctimas, fortalecido en ética pública y lucha contra la corrupción, pero deja aparcada la agenda de cambio del modelo político”. Entonces… ¿es paz de lo que escribimos o es sobre la ausencia de violencia sistemática?, ¿es la palabra develadora de los nudos estructurales que desatan la violencia física, sicológica, política o cultural o es una palabra que oculta lo que hay detrás del humo que todavía no nos deja respirar?, ¿es la paz el fin de la guerra verbalizable o solamente el control de daños visibles mientras las sociedades son sometidas a las violencias ‘familiares’, habituales?

La palabra –y sigo utilizando palabra por lenguajes- tiende a naturalizar lo inaudito y a convertir en cotidiano lo disruptivo. Ya somos expertas en conjugar la palabra “víctima”: le hemos dado aliento, le hemos puesto nombre, la hemos tejido, la hemos estudiado. Tenemos perfiles de las víctimas, creemos otorgarles voz en el estruendo voraz de los medios, escribimos ensayos sobre ellas, realizamos emocionantes performances emocionales, nos sentimos bien al amasar sus letras hasta el desgaste: v-í-c-t-i-m-a-s. Nos cuesta, ante tanta violencia, ante tanto dolor, bajo tanto miedo, bajo tanta indolencia generalizada, conjugar la palabra “victimario”. Convivimos con él, con ellos. Se sienta, se sientan, en los mismos restaurantes que frecuentamos, mantienen rituales públicos en los que fomentan la amnesia colectiva, quiebran los espejos públicos para evitar el reflejo del pasado, hablan –ellos sí hablan- todo el tiempo de futuro para que no se nos ocurra interpelar al pasado. Nos cuesta, me cuesta, ponerle nombre y apellidos, tejer una cobija con los nombres propios de esos victimarios que ahora mambean palabras (paz, futuro, esperanza…) vacías de contenidos para llenar el silencio, para animarnos a mirar hacia otro lado.

Este es –sería, quieren que sea, podría ser- el tiempo histórico de la paz. Como si pudiera decretarse o sembrarse esta palabra mediante acto legislativo, se nos recuerda que vivimos instalados en el “momento” “histórico”: será breve, ya es pasado. Por suerte, hay palabreros y palabreras (presto este término wayúu para definir a académicas, a artistas, a personas que comparten su sentipensar en múltiples lenguajes) que se empeñan en buscar las intersecciones necesarias que pueden explicar y/o dotar de contenido-sentido a la paz. Unas veces lo hacen todavía contagiados por el poderoso virus de los discursos desmemoriados. Otras, aprenden a zafarse de lo previsible para arriesgarse a lo insospechado, a lo incalculable, a lo inimaginable en términos de Günter Anders. En cualquier caso, lo más interesante –y necesario- de estas intersecciones es que al serlo suponen diálogo, proceso comunitario –porque no se hace desde el aislamiento- de construcción y duda, de deconstrucción y certidumbre.

Los diálogos transdisciplinares que resignifican la palabra son espacios de libertad porque la libertad se entiende como acto de responsabilidad y como posibilidad de equivocarse con la/el “Otro”. Es en esa otredad que podemos comenzar a reconectarnos, a romper el aislamiento inducido desde la especialización cartesiana o desde el capitalismo de los públicos.

Sólo creo que falta una condición más para que la palabra no tenga fin y encuentre sentidos desconocidos en un a fragmentación entrópica y utópica: hay que rescatar la palabra de los salones habituales donde se prestigia, hay que desacomodarla de los libros, de las galerías de arte, de los museos que fijan, de la virtualidad que la hace correr, a veces, sin sentido. No significa que en los libros, en las galerías, en los museos o en las páginas virtuales de la reflexión no sea necesaria esta palabra ‘liberada’, pero condenarla sólo a esos espacios sería ratificar su fin onanista y premiar la autoría sobre la (re) interpretación. No se trata de caer en el futurismo fascista de Marineti (“queremos destruir los museos, las bibliotecas, las academias variadas y combatir el moralismo, el feminismo y todas las demás cobardías oportunistas y utilitarias”) sino de rescatar del pasado-como-futuro otros muchos espacios de palabra, de lenguaje, de intersección, donde la palabra sea (re) apropiada por quienes habitualmente son sometidos a sus efectos. Se trata, pues, de multiplicar las intersecciones para que palabreros y palabreras abran brechas en los muros de las jerarquías coloniales que separan arte de artesanía, cultura de folclore, ciencia de mitología, religión de magia, racionalidad de instinto, modernidad de tradición… es en las intersecciones, y no en la bipolaridad conceptual inducida, donde la política vuelve a ser un bien común y donde la paz puede ser algo más que un eslogan vaciado de contenido.