Este ensayo plantea una hipótesis: ¿Y si lo que hizo la dictadura de Franco fue un proceso de colonización interior?, ¿y si operaron los mismos mecanismos que en cualquier proceso de invasión y control?
(Texto inédito solicitado por los productores
del documental Los Colonos del Caudillo)
Pido disculpas de antemano porque voy a deslizar la primera persona en este texto al que sólo debería acceder la tercera. Pero es que lo escribo desde la desmemoria de la actualidad, desde la cara oscura de los informativos. Ando estos días recogiendo testimonios de la memoria en vivo de una guerra. La de Colombia. Y no la de cualquier Colombia, sino de la que no existe, de la de piel negra, de la de acento emberá o wounnan, la de los campesinos confinados en ríos innombrados, de esos que no aparecen ni tan siquiera en las cartillas escolares.
Escucho a las víctimas. Una tras otra muestra la incontenible necesidad de contar su historia, de recordar a sus muertos, de señalar a sus moridores, de describir “el vacío que aparece cuando llega la noche”, de dibujar el mapa de la contienda para saber donde situarse. “Nadie habla de lo que nos ocurre”, me dice Nevaldo Perea: “Por eso nos toca hablar a nosotros, aunque nadie escuche”. Fanny Rosmira Salas juega en el mismo espacio cegado: “Somos los que estorbamos, somos los iletrados, somos los que vamos a seguir peleando por nuestra historia aunque nos quieran borrar con ella”.
Hablan y recuerdan. Lo hacen a pesar de los riesgos que comporta el ejercicio de la palabra y lo hacen, incluso, sin esperanzas visibles de que el ejercicio sirva para algo. Pero sí sirve. Sirve para sacar pus de la herida que nutre la guerra porque si no se expulsa, se gangrena, revienta dentro en un fluido de silencios tan violento hacia dentro como la tormenta de balas a la que están sometidos los cuerpos desde afuera. Sirve, desde luego, para armarse de razones para la vida y la resistencia. Escucho y anoto para contarlo. Aunque nadie escuche. Hay que contarlo. La memoria, pienso, no se escribe para sensibilizar a los indolentes, sino para dejar migas de pan en el camino de la historia y que, así, alguien, alguna vez, pueda reconstruir los hechos con más verdades que aquella que nos relata la oficialidad.
Me pregunto entonces, qué tan grande es la infección de una sociedad que, tras la guerra, sigue adelante cimentada en el silencio, en el olvido, en la mentira oficial naturalizada como verdad cotidiana, en la mitología guerrerista de los triunfadores; que camina pisando sobre las fosas comunes que yacen en los caminos olvidados por una sociedad urbana que rechaza lo que fue con tanta fuerza como desconoce por qué es como es. No sé cómo esa sociedad puede desenvolverse con frescura, sin sentirse tan enferma de silencio como agotada de cargar el vacío de su propia historia.
Me refiero a España, claro está, y he cometido una inexactitud al incluir la palabra olvido. Lo ocurrido no es olvido. Eso supondría un acto consciente de renuncia a la memoria o, lo que es más improbable, una especie de accidente vascular masivo que hubiera borrado lo que hemos vivido como sociedad. En realidad lo acontecido en este país fue una gran operación de construcción de una memoria histórica maniquea para impedir que la voz de las víctimas, que sus cuerpos o que sus esqueletos pudieran pasear sin vergüenza por las ruinas de la posguerra primero, por el fantasmal espectáculo del desarrollismo después o, ahora, por las opulentas autovías de la “modernidad”.
España, en realidad, fue colonizada. No sólo con estrategias como la del Instituto de Colonización que con tanta precisión relata ‘Los colonos del Caudillo’, sino en todos sus aspectos: las relaciones sociales, la cultura, la academia, la estética, la ética… todo fue colonizado desde un proyecto destinado a, como otros a lo largo de la convulsa historia ibérica, salvaguardar la estructura económica señorial de un país que, aún hoy, está en manos de unos pocos apellidos.
El Caudillo ofreció colonias a los “bien portados”, como la Transición ofreció un lugar en la clase media a los “desmemoriados”. Su régimen ofreció a una sociedad derrotada una salida “heroica” a la vergüenza, a la pobreza, a la opresión, al fracaso del sueño democrático inicial y, finalmente, revolucionario. Y se borraron nombres, se echó tierra sobre poetas o pintores, se erigieron monumentos a hitos que, en muchas ocasiones, eran de ficción, se hizo magia al conseguir que los Pirineos parecieran más altos y se demonizó todo lo que viniera de fuera, como se hizo durante la Reforma o la Ilustración. El franquismo, con la complicidad de las naciones autodenominadas democráticas, pudo aislar a España durante casi cuatro décadas para (re) construir una sociedad que cometió el error de imaginarse diferente. Casi cuatro décadas de proyecto colonial interno. Igual que los Reyes Católicos reconquistaron lo que nunca antes se había conquistado, Franco y sus huestes recolonizaron lo que en teoría ya tenía una identidad nacional. Una nueva-vieja nación surgió de este juego de trileros.
El franquismo ajustaba cuentas con la historia y demostraba en libros y películas como se podía ser sin estar en Europa, se esforzó en combatir la ‘leyenda negra’ alimentada, entre otros, por el imperio británico, con una nueva leyenda nacional-católica tan rancia y apocada que no despertara ningún temor en los países vecinos. España renunciaba, una vez más, a ser Europa y a Europa no le molestaba tal renuncia ahora que el otrora imperio no era más que cenizas, escombros, podredumbre disimulada con el incienso de sacristía.
Reconstruir la memoria colectiva de la España del siglo XX requeriría, entonces, acometer un esfuerzo mayor y doble. Por una parte, descolonizar el código genético social de la España actual mirando hacia atrás, sí, pero para explicar el presente. Por otra parte, nos obligaría a sincerar la historia de Europa toda, porque los vencedores de las dos grandes guerras (grandes pero poco mundiales) lograron ocultar sus crímenes al tiempo que impulsaban una colonización territorial (no olvidemos el gobierno de ocupación aliado y soviético en Alemania o los siete años de protogobierno estadounidense en Japón) económica y cultural que todavía sacude a nuestras sociedades.
Explicaba Aimé Césaire, el intelectual afro e independentista de Martinica, que Hitler desarrolló un proyecto imperial dentro de Europa con “procedimientos colonialistas que hasta ahora sólo concernían a los árabes en Argelia, a los coolies de la India y a los negros en África”[1]. Una raza superior, un sistema industrial de dolor al servicio de una economía de guerra, un estado de excepción permanente, un avance territorial sin límite… Franco y los suyos eran demasiado ‘españoles’ para un proyecto de esa envergadura y, además, desconocían a esos otros españoles republicanos como compatriotas. Ellos tenían que colonizar su propio país para extirpar de raíz la rebeldía popular, el deseo democrático, las ansias de reforma agrícola, el hartazgo del dominio secular de la Iglesia católica.
A veces creo que lo lograron. Su proyecto supuso la muerte de cientos de miles de personas y un ajuste de cuentas sin fin que duró lustros después del final de la guerra que Franco inició. Simbólicamente, él llegó desde “afuera” para construir un “adentro” infranqueable. El franquismo sentó las bases para una sociedad aquejada de, como definiría Antonio Méndez Rubio[2] esta enfermedad crónica, fascismo de baja intensidad. Parafraseando a José María Querol[3]: “¿Se fueron realmente los franquistas[4] a la luna, o se escondieron en los pliegues del inconsciente social?”.
Memoria contra el vaciamiento
Si mi tesis tiene algún sustento, el franquismo colonizó España. Para ello, como señalaba antes, primero exterminó, expulsó a miles de ciudadanos a un exilio sin pasaje de vuelta con la ayuda de la Europa ‘democrática’, después hostigó a la resistencia, repobló los territorios arrasados y construyó una mitología nacional tan asfixiante que algunos nunca pudieron volver a respirar.
Si no estoy tan desencaminado, entonces también aconteció lo que Césaire describe con precisión: “En cualquier lugar donde haya existido colonización, se ha vaciado de su cultura, de toda cultura, a pueblos enteros”. El vaciamiento cultural, sin duda, ocurrió en la España franquista. Un vaciamiento con dos dimensiones: borrado de la cultura que no se encuadraba en este proyecto de recolonización interna e inoculación de una nueva-vieja cultura a través de un completo (aunque no sé si complejo) sistema de organizaciones de masas, un control férreo de los medios de comunicación y el asalto al sistema educativo. El vaciamiento cultural comenzó en plena guerra cuando en las listas de primeros ejecutados en pueblos y ciudades fueron los entusiastas maestros y maestras de la República: un ejército sin armas que estaba sembrando de una cultura de espíritu emancipador territorios inéditos para la educación o el pensamiento crítico. Los que se salvaron, instalaron las bases de la pedagogía en países como México, Colombia o Venezuela.
El vaciamiento cultural comenzó en plena confrontación y, después, en los primeros días de la postguerra de una manera básica, con una lógica aún militar, las comisiones franquistas llevaron a cabo su propio proceso de ‘memoria’ cambiando nombres de calles y plazas, levantando monumentos a batallones y a falangistas de pro. El cambio del callejero anunciaba una reescritura de la historia que se trasladó a los libros de historia y a los periódicos del ‘movimiento’. Mientras, en cada parroquia, se repetían los mitos para hacerlos palabra de dios.
La mayoría del tejido cultural del país estaba muerto o exiliado, pero siempre quedan cómplices. El cine hecho durante el franquismo, la censura del flamenco crítico, el ostracismo de académicos críticos, el fin del periodismo, el teatro vaciado de dudas…. Todo conformó una realidad terriblemente homogénea que sólo comenzó a astillarse a finales de los años sesenta y principio de los setenta. Ante el desmoronamiento del régimen, una Transición pactada, un nuevo agujero negro cultural durante el que se construyó un nuevo relato heroico sobre una serie de hombres (siempre hombres) que habían salvado el país de un nuevo choque social y que nos permitían entrar al mundo de la libertad y la modernidad (traducida apenas en una epidermis de músicas golfas y drogas democratizadas).
El trabajo de (re) construcción de la memoria en realidad vuelve a ser el de descolonizar la cultura y hacerlo desde dentro. Es por eso que las herramientas y lenguajes más adecuados para hacer la justicia con la memoria –aquella que la justicia legal se ha negado a abordar- son los de la cultura contemporánea. El lenguaje audiovisual, el documental, los pequeños clips provocadores, la construcción de relatos contemporáneos con materiales del pasado es el reto de cualquier colectivo o personas que quieran participar en esta enorme tarea. La memoria re-construida no puede tener un color ajado, ni sonar a batallita relatada desde el pasado, o a ajuste de cuentas tiznado de verdad.
La (re) construcción de una memoria descolonizada también requiere de un ejercicio de autonomía ciudadana que no puede estar condicionado a los apoyos o el soporte de los estados. En democracias reales, los estados deben ser los sustentadores de los ejercicios de memoria. Es decir: no son ellos los que hacen memoria, sino que generan y promueven el marco legal, la financiación y el clima social para que la ciudadanía, desde diferentes ángulos y visiones, descolonice la cultura y la siembre de diversidad y pluralidad de miradas.
El caso de España, en ese sentido es dramático. Los gobiernos socialistas que promulgaron la Ley de Memoria Histórica se quedaron cortos y no dotaron a la sociedad de la estructura ni los recursos necesarios para adelantar la tarea titánica de limpiar la cultura del silencio y sustituirla por una explosión de voces e imágenes que habría aportado a la democratización del país. El gobierno de la derecha que llegó en 2011 borró en unos meses las débiles políticas públicas relacionadas con la memoria histórica. En este desierto político, tan poco parecido al imaginario que podríamos tener de una democracia, no han dejado de proliferar los oasis de memoria. Iniciativas privadas, pequeños colectivos organizados de la sociedad civil, productores audiovisuales, artistas plásticos o editoriales independientes no han dejado de trabajar, de difundir, de descolonizar.
Ese tejido realmente democrático, pero sin el soporte efectivo del estado español, es la esperanza. Es cierto que al producirse esta tarea desde las periferias del discurso hegemónico, es difícil que los cambios se sientan con la velocidad deseada. Pero también es verdad que los documentales, libros, encuentros o foros alrededor de la memoria colectiva re-construida están permitiendo que la infección interna de esta sociedad silente encuentre salidas, pequeñas brechas para sanar, para aprender de sí misma, para aprehender su propia historia –compleja, contradictoria, poliédrica- mirándose al espejo colectivo que van configurando esos relatos alternos.
En esta tarea de contar el pasado en relación con el presente y sin perder de vista los escenarios futuros, Los Colonos del Caudillo es un ejemplo: se pasea por un pasado que habitan los seres del presente, muestra los miedos de la sociedad actual a enfrentarse con su propia historia, señala algunas de las consecuencias de la colonización franquista (en el sentido más profundo), y deja suficiente espacio para que el espectador reconfigure su pensamiento crítico y busque nuevas preguntas para seguir avanzando. Hay más trabajos documentales que han logrado esta dimensión, pero son pocos. La mayoría de los esfuerzos se han quedado en la fase inicial de (re) contar el pasado, pero eso genera lo que Derrida denominó el efecto archivo, el encajonamiento de la memoria en el capítulo de la “historia” y, con él, la falsa sensación de que no se volverá a repetir. Los Colonos del Caudillo deja las puertas abiertas y lo hace desde un montaje contemporáneo, asumible por un público heterogéneo al que no se obliga a ser ‘militante’ o conocedor de contextos ajenos a las mayorías. Es un ejemplo a seguir y a profundizar.
El horizonte en la tarea de descolonizar la memoria y la cultura pasaría por trabajos en los que, como sugiere la socióloga Silvia Rivera Cusicanqui, “el montaje y la puesta en escena [en el documental] sean recursos que pueden usarse, no para hipnotizar al espectador, sino para abrirle posibilidades reflexivas”. Esa es la difícil tarea de los documentalistas de la memoria: contar para provocar, relatar sabiendo que siempre es tarea incompleta, abierta, necesitada de la experiencia sensorial, emocional e intelectual del público para buscar nuevos objetivos… Cierro con Rivera Cusicanqui: “Eso es lo bello y lo riesgoso de la obra cinematográfica [documental]: siempre quedará inconclusa hasta no culminar el periplo que la devuelve a las multitudes”.
[1] Césaire, Aimé. Discurso sobre el colonialismo (1950)
[2] Méndez Rubio, Antonio. FBI: Fascismo de Baja Intensidad (La Vorágine, 2015)
[3] Querol, José María. Postfascismos: el lado oscuro de la democracia (2014)
[4] En el original: los nazis.