Pequeños ensayos

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Comisión de la Verdad: el relato que no se mueve

Por Paco Gómez Nadal

(publicado en Le Monde Diplomatique Colombia | Noviembre de 2022)

El exceso de información tiende a asfixiar la verdad. Quizá por ello no siempre sea una buena noticia el híper diagnóstico que hay sobre la realidad de Colombia. A los centenares, si no miles, de estudios y tesis doctorales sobre la violencia y el conflicto en el país, hay que sumar las, al menos, 13 comisiones de investigación nacionales creadas entre 1958 y 2022. Entre ellas, la última es la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición, la que conocemos como Comisión de la Verdad.

Ha sido la última, pero no la única. Tres comisiones previas fueron de suma importancia para definir la narrativa histórica del conflicto con la que convivimos. La Comisión investigadora de las causas de la Violencia (1958), la conocida como Comisión de los Violentólogos (1987) y el Grupo de Memoria Histórica (2007) marcan, como explicaba Jefferson Jaramillo Marín[1], en tres momentos claves que coinciden con tres de las fases del conflicto con contornos claros.

Pero de esta Comisión de la Verdad, la que entregó su informe final en agosto de 2022, se nos dijo que era la de verdad, verdad, la buena, la más parecida a los esfuerzos emprendidos en Sudáfrica (1995-1998), en Guatemala (1994-1997) o en Perú (2001-2003). El informe de la Comisión colombiana se entregó al país poco antes de las elecciones históricas en las que el establecimiento más inmovilista perdió por primera vez, y los fastos postelectorales hacían casi imposible analizar con frialdad lo ocurrido en los algo más de cuatro años y medio empeñados en la tarea. Los fastos… y una especie de miedo colectivo a cuestionar una Comisión en la que tantas esperanzas se habían depositado.

Lo cierto es que el resultado es difícil de tragar. Sin tener en cuenta los anexos o los estudios de caso, los informes de la Comisión de la Verdad, fragmentados en decenas de tomos, suman la antidemocrática cantidad de 9.024 páginas, más otras 56 páginas de propuestas para lo que los comisionados llaman la “Paz Grande”. A esto podríamos sumar las tres lamentables páginas firmadas al margen por Francisco de Roux, el presidente de la Comisión, asegurando que los crímenes de lesa humanidad nunca fueron política de Estado –ya sabemos: la tesis de las manzanas podridas; muchas manzanas, pero manzanas sin palo que las sostenga al fin y al cabo-; o las matizaciones de los comisionados Alfonso Castillejo y Marta Ruiz explicando que los anexos y los casos no fueron leídos ni aprobados por la plenaria y, en el caso de la ex periodista de Semana, aclarando que tan malo fue el estado y el narcotráfico como las izquierdas (“La combinación de armas y de política es histórica en Colombia y la han usado tanto sectores de la derecha como de la izquierda”).

Las matizaciones de Marta Ruiz no son excepción en un informe que casi nadie leerá al completo y que trata de ser equidistante, repartir “culpas” de forma pareja, y evitar señalar a los principales responsables de lo ocurrido en el país escudándose en unas ambiguas y “múltiples causas del conflicto”.

Complicidad con el relato oficial

Podríamos decir que casi cinco años después del anuncio de su constitución en abril de 2017, que 392.804 millones de pesos después (unos 85 millones de dólares, 7,2 veces más que lo gastado en Perú, 7,7 veces más que en Guatemala y 4,7 veces más que en Sudáfrica), que después de recoger 30.000 testimonios en unas 14.000 entrevistas, y que tras muchas exposiciones, obras de teatro, videos y esfuerzos comunicativos sin par, el relato se ha movido poco. Los informes contienen información valiosa y algunas líneas son rescatables, porque dentro de la Comisión hay gente que ha trabajado y ha trabajado bien, pero el barniz general que Francisco de Roux y su plenario le han dado a las conclusiones es perverso.

De hecho, esta podría ser la Comisión de la Verdad soñada por Juan Manuel Santos y por su Alto Comisionado de Paz, Sergio Jaramillo, de quien casi todo el mundo olvida que fue también encargado de diseñar la Política Seguridad Democrática para Álvaro Uribe. La Comisión, que, por cierto, heredó algunos empleados del equipo de  Jaramillo, ha concluido su trabajo con una especie de ‘todos tenemos responsabilidades en esta guerra’, un repartir la culpa para evadir señalar responsabilidades. Podríamos afirmar que el tsunami de víctimas arrasa con la posibilidad de señalar a los victimarios, algo así como el mantra de Santos de poner a las víctima en el centro para sacar a los victimarios a la periferia del discurso.

Lo cierto es que la Comisión de la Verdad compra el relato histórico de la Colombia oficial. Comienza su indagación en 1958, como si antes del Frente Nacional no hubiera “causas” ni “víctimas”. La época de La Violencia siempre ha sido narrada por el establecimiento como una especie de locura colectiva que llevó al país a la devastación. En el informe, apenas una referencia a la denuncia de Gloria Gaitán sobre la participación de Estados Unidos en el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán. El narcotráfico sería algo así como una plaga de langostas más parecida a un castigo divino que una estrategia con responsables intelectuales y políticos. Y, al final, las violencias, aunque el informe insiste en que no son parte de la genética nacional, sí serían algo así como un fenómeno interno en el que la potencia del norte y algunos de sus países aliados, la Unión Europea, la industria armamentística, los TLCs, las multinacionales o la cooperación internacional poco han tenido que ver. De hecho, casi se pide perdón al mundo por haber sido una sangrante molestia –“Colombia entró con todo ello en una crisis intolerable a los ojos de la comunidad mundial”-.

La perpetuación acrítica de estos relatos históricos es una de las herencias que deja la Comisión. No la única. Señalaría tres más como de extrema gravedad: la fragmentación de la realidad, la disolución de las responsabilidades y la moralización de las soluciones.

La Comisión no ha sido la de “la verdad” sino la de las 10 verdades de los y las comisionadas. Los vasos comunicantes han sido pocos y los enfoques diferenciales (étnico, de género, territoriales, etcétera) nos han llevado a la trampa de los compartimentos estancos generando verdades que no practican la interseccionalidad fundamental para entender la complejidad de la realidad colombiana. Algunas gentes que estaban dentro de la Comisión ya avisaban de este hecho desde el principio: pequeños feudos de micropoder donde se construían relatos tirando a esencialistas y que no molestaran a determinados actores (en especial, a las Fuerzas Militares). Este diseño de la institución venía desde La Habana, donde se negoció un Acuerdo de Paz muy dirigido por esa lógica del Gobierno Santos de poner a las víctimas en el centro del debate pero sin contar con (todas) las víctimas o, al menos, apartando a aquellas que ponían el dedo sobre la yaga de los victimarios. Quizá por eso, hemos conocido más de la verdad en algunas de las audiencias de la Jurisdicción Especial de Paz (JEP) que en los abultados libros de la Comisión de la Verdad.

Mientras la JEP ha intentado, no siempre con acierto, señalar patrones e identificar responsabilidades, la Comisión de la Verdad decidió no nombrar, no ofender, “no abrir heridas”, en esa lógica gatopardista de conocer todo para no saber nada imprescindible para aplicar el concepto católico de reconciliación impulsado por De Roux, en el que todos nacemos con una “pecado original” que, traducido a la guerra, sería algo así como “todos hemos sido cómplices originales” y señalar a un sólo culpable sería irresponsable.

La semántica es importante cuando se habla de verdad. Esta Comisión de la Verdad elige el quinto mandamiento de la religión católica –“No matarás”- para titular el volumen sobre el “relato histórico del conflicto armado interno”. No es casual. Los textos definitorios de la Comisión tienen ese aroma jesuítico que arrastra De Roux en cada una de sus intervenciones en las que parece señalar cuando lo que hace es difuminar. De hecho, ni un victimario ha reaccionado con aspavientos ante el informe de la Comisión. Eso ya es sospechoso. Muy diferente del título indignado del “¡Basta ya!”, el informe final del Grupo de Memoria Histórica (GMH) que tanto molestó a las Fuerzas Militares y que levantó muchas ampollas en el uribismo político y sociológico. Con deficiencias –porque no hay trabajo impoluto- pero el GMH advertía ya en el prólogo del ¡Basta ya!: “Es indispensable desplegar una mirada que sobrepase la contemplación o el reconocimiento pasivo del sufrimiento de las víctimas y que lo comprenda como resultante de actores y procesos sociales y políticos también identificables, frente a los cuales es preciso reaccionar. Ante el dolor de los demás, la indignación es importante pero insuficiente”.

La Comisión de la Verdad se conforma con reconocer a las víctimas, apabullar al país con lo ya sabido repitiendo el mito de la ignorancia. Es decir, aunque los comisionados hablan de un 20% de la población como víctima y de que casi ninguna familia quedó sin ser afectada, insisten en el relato de que la “mayoría” de los colombianos han estado al margen del conflicto, no han sabido: esto es cosa de lo rural, del salvaje “interior”. Esta mentira exculpatoria (es decir, sólo somos responsables por omisión) es fundamental para perpetuar la idea colonial de “civilización o barbarie”, minimizando lo ocurrido en los barrios de decenas de ciudades del país y olvidando que los decisores y responsables intelectuales de la barbarie tienen oficina urbana y utilizan saco y corbata. Tranquiliza pensar que las víctimas son campesinas y que los victimarios son seres animalizados y ajenos a las normas morales del país. De ser así, sólo haría falta “civilizar” a esa extremidad de la nación que vive en la prehistoria. Esa hipótesis se camufla de mil formas en el volumen Convocatoria a la Paz Grande en donde se sitúa el horizonte de la paz en lo moral, más que en lo económico, político o judicial, siguiendo la lógica discursiva de De Roux & Cia.

Para eso, para “civilizar” (en esa lógica colonial y occidental) ha sido clave la Iglesia católica, a  la que el informe nombra de refilón, como si nada hubiera tenido que ver en lo ocurrido. De hecho, el propio De Roux, en su texto aclaratorio, se refiere a esta clamorosa ausencia utilizando el mismo argumento que le sirve para negar la sistematicidad de los “falsos positivos”, el de las manzanas podridas: “El Informe hace pocas referencias al trabajo de la Iglesia Católica. Como comisionado no quise enfatizar esta labor por ser miembro de la Iglesia que hace el mejor bien en el silencio (…). La Comisión constató que, al lado de la memoria indignada contra algunos miembros de Iglesia que en tiempo de La Violencia de la primera mitad del siglo pasado incentivaron odios contra liberales y comunistas, hay la multitud de testimonio sobre las muchas formas como la Iglesia (…) acompañó a las comunidades golpeadas por masacres y desplazamientos, acogió el sufrimiento de familias, recibió a guerrilleros y paramilitares que dejaban armas (…)”. Los únicos “pecados” de la Iglesia católica son atribuibles a “algunos miembros” y se acotan al “tiempo de La Violencia”.

Si el papel de la Iglesia católica, al igual que la tremenda complicidad en el terreno de decenas de iglesias cristianas, es una usencia clamorosa en el trabajo de la Comisión, hay otras que producen estupor.

No hay espacio aquí para relatar con detalle todas esas ausencias pero no puede terminar este breve texto sin recordar al Órgano Judicial. El informe, como no puede ser de otra manera, señala “la impunidad” judicial como uno de los grandes males que alimenta las violencias pero vuelve a ser una plaga de langostas tras la que no hay rostros ni nombres. Tampoco hay nombres detrás del papel más que dudoso de la Fiscalía General, o de otras entidades como el INPEC, la Contraloría o la Unidad de Víctimas. Por supuesto, los megaproyectos impulsados por capitales nacionales e internacionales, públicos y privados (desde Ecopetrol a Empresas Públicas de Medellín, desde Chiquita o Maderas del Darién hasta Anglo American o Glencore) son un apunte a pie de página. Igual que los actores internacionales. Estados Unidos aparece, cómo no, pero su papel en este largo conflicto, empezando el 9 de abril de 1948, no es el de victimario, responsable directo de miles de muertes y de intervencionismo continuo. Hay una referencia marginal al franquismo español, y las consecuencias de los TLCS firmados con Washington o con Bruselas no se consideran como parte de una estructura violenta. Por supuesto, que no hay referencia al papel perverso de instituciones internacionales –como la ONU, la OEA o el BID- o a las agendas marcadas de la autodenominada como cooperación internacional. Las responsabilidades de los grandes medios de comunicación colombianos y de los poderes económicos que los sustentan tampoco quedan delimitadas, como no hay un análisis sobre las narrativas de las industrias culturales y quiénes las han alimentado.

Como señalaba Iván Orozco en 2009: “Nuestra justicia tradicional sería no solo un conjunto de mínimos normativos, sino un campo de batalla entre razones memoriosas y razones olvidadizas, un lugar en el que se confrontan el universalista de los derechos y el relativista de las éticas contextuales”. Jefferson Jaramillo apuntaba en 2014 que la tendencia general de las comisiones ha sido la de optar por un “minimalismo de culpa” respecto al estado y advertía: “En efecto, aceptar responsabilidades parciales del Estado o responsabilidades diseminadas entre todos los actores ayudaría a generar ambientes de negociación. Sin embargo, también es cierto que habría que determinar en qué medida esta postura favorece la disolución de las responsabilidades jurídicas, morales y políticas de los bandos en conflicto”.

Disolver las responsabilidades en miles de páginas y en decenas de eventos para compartir lo que no es digerible parece haber sido la puesta de una Comisión de la Verdad que no sólo supone una oportunidad perdida, sino que perpetuará las narrativas históricas por otros 30 años. Parafraseando a Juan Manuel Roca, podríamos afirmar que en Colombia una Comisión de la Verdad es lo que ocurre después de otra Comisión de la Verdad.


[1] Jaramillo Marín, Jefferson. Pasados y Presentes de la Violencia en Colombia. Estudio sobre las Comisiones de investigación (1958-­2011). Bogotá, Editorial Pontificia Universidad Javeriana, 2014.

Morir cuando ya se está muerto (o el uso generoso del privilegio de estar vivo)

(Texto escrito para el catálogo de la exposición de Fernando Arias, Nada que Cesa)

Mientras Fernando Arias se dedica a instalar contadores de muertos ya muertos –los líderes y lideresas sociales asesinados en la sombra del silencio-, los sacerdotes de la Parroquia Madre del Amor Divino, en el sector de Belén (Medellín), se dedicaban a algo más provechoso. Desde el 27 de mayo de 2019, y por 33 días, celebraban misas “consagrando a Colombia a los Sagrados Corazones de Jesús y de María, para reparar los pecados de los colombianos y [de] los gobernantes de Colombia”. Nada que cesa… Durante 118 años la Colombia oficial, visible, beata y suicida se venda los ojos y pone su futuro en manos del Sagrado Corazón de Jesús. Algunos creen que él o ello –sea lo que fuere- puso fin a la guerra de los Mil Días; en el siglo XXI, Iván Duque debe pensar que algo tuvo que ver en su victoria electoral porque nada más ser elegido como presidente, el 26 de julio de 2018, ya estaba renovando la consagración de todo el país en la parroquia de Nuestra Señora del Carmen, en Gómez Plata (Antioquia), bajo la atenta mirada y bendición del obispo de Santa Rosa de Osos, Jorge Alberto Ossa. Nada que cesa…

Los colombianos y sus gobernantes deben pecar mucho porque tras 118 años de poner todas las velas en el mismo corazón divino, el conflicto armado, la violencia social, los feminicidios, los ecocidios, el racismo o la pobreza parecen ser más habituales que las apariciones divinas, a pesar de la omnipresencia de la religión en la política y en la vida cultural del país.

Mientras Fernando Arias se armaba de razones y de argumentos artísticos para defender que “nada que cesa…” la horrible noche, unos meses después del maratón de misas de Medellín, en agosto de 2019, en algún rincón de Bogotá, el ex actor Marino Restrepo –quien asegura haber tenido una epifanía, “conversión mística” la denomina él, al ser secuestrado por las FARC en 1997- realizaba una “consagración a Colombia a los mártires del comunismo”, en cuyo pabellón él figura en algún lugar de la lista. En un performance único en su género y con una escenografía mezcla de lo vintage y lo gore, Restrepo encomendaba al país a algunos mártires del comunismo de nombre impronunciable ante la intención del diablo “de llevarse a esta nación”. E identificó al diablo con la Corte Suprema, con los estudiantes “adoctrinados”, o con “el aparato criminal de la JEP[1]”. Nada que cesa…

Y mientras, Fernando Arias contaba muertos ya muertos. Una pérdida de tiempo propia de artistas y personas ociosas –quizá incluso herejes- que no entienden que el diablo los utiliza para desviar la atención sobre lo verdaderamente importante: y es que estos y estas asesinadas ya estaban muertos antes de ser muertos y que su muerte, al menos, sirve para dotarlos de vida. Sí, ya sé que el juego de palabras, la ironía e, incluso, el sarcasmo, pueden ser malinterpretados y que los dobles sentidos no están de moda en esta época histórica de mentiras con forma de eslogan y de verdades corrompidas por la necesidad de la sencillez en el mensaje. Pero Arias tampoco elige ir por el camino fácil, ni recurre a performances efectistas o tumultos masivos e inocuos para apelar a la paz –“pas”- o para fomentar el oxímoron del desarrollo humano.

Los muertos que cuenta Fernando Arias entran al martirologio nacional por la puerta de atrás. No tienen el peso de otros mártires –como los del comunismo o como los ‘héroes’ caídos en el combate contra los ejércitos del demonio- ni aparecerán en santorales… Les falta glamour para ello. Estos mártires de baja estofa se suman a las mujeres víctimas de la violencia de género, o a las personas transgénero asesinadas por no ser normativas, o a la de los niños y niñas indígenas que cada año mueren de hambre, o a las gentes que mueren de enfermedades tan absurdas como curables por no recibir una atención médica digna. La violencia en Colombia empieza mucho antes que la guerra.

Y entran al martirologio por la puerta de atrás porque, además, ya estaban muertos políticamente hablando. Eran, son, homo sacer; es decir, subhumanos cuya muerte no tiene consecuencias judiciales, ni política, ni éticas, ni tan siquiera producen conmoción social en una sociedad tan anestesiada que parece de corcho. De hecho, los cientos de asesinados que Arias ilumina en sus instalaciones preceden a los miles de líderes y lideresas que son hostigados, agredidos o intimidados y cuyos nombres y cuyas historias no brillarán fugazmente en el martirologio hasta que la sangre no abandone sus cuerpos.

Ese es el verdadero drama. El conteo de la muerte, esa especie de antipoética que practica Fernando Arias, no solo apunta a que “los lideres y lideresas sociales también van al cielo”, sino que devela que sólo comienzan a estar vivos cuando les es arrebatada la vida y se convierten en mártires del país invisible, del que lleva soportando siglos de acoso, invisibilización, despojo y muerte. La profunda cultura cristiana de la colonización opera en todas direcciones, también en las de las comunidades resistentes, en la de las y los defensores de los ríos, en la de las lideresas o los líderes campesinos… que sólo comienzan a ‘ser’ al ser héroes de su propia causa. Lo deseable, en cualquier sociedad alejada de la cultura de muerte, sería poder vivir sin tener que practicar el heroísmo cotidiano, sin tener que sobresalir, sin tener que ser valientes, sin tener que enfrentarse a hombres armados ni a consorcios nacionales e internacionales legales e ilegales ni al aparato mediático financiado por las fuerzas militares del país.

La realidad, sin embargo, es otra. La vida de una lideresa o de un líder social sólo existe para la sociedad colombiana urbana –que es la que opina y manda- fugazmente en las horas siguientes a su asesinato. Viven en el efímero titular que transita por las redes hasta alcanzar el olvido en poco tiempo. Un atentado ya no es suficiente para ser mártir en el país de los cadáveres, de los 100.000 desaparecidos forzados, de las miles de víctimas sin tumba, de los “muertos vivos” –como los define el psicoanalista Mario Figueroa-. Argumenta Figueroa que por cada “muertos vivo” que hay en el país (aquellos que no han tenido el duelo que merece cualquier ser humano que sea considerado humano, aquellos que son nuda vida, en el concepto de Giorgio Agamben) corresponden varios “vivos muertos en vida”. Por tanto, al contador de líderes y lideresas asesinados, Arias tendrá que sumar algún día el contador de los zombis que conforman la honorable ciudadanía viva del país.

Antipoética del estéril grito de la voz –aún-no silenciada

Si los asesinados en Colombia tuvieran el duelo que merecen, en el país debería haber más plantíos de cempasúchil que de coca para uso ilícito. De hecho, en los diarios debería figurar antes el contador luminoso de Fernando Arias con el número líderes y lideresas asesinados que el dato de los muertos por el coronavirus o que el dato del cambio del dólar o del euro.

No es así. Pero Fernando Arias sigue contando. Cuenta. Cuenta sumando. Cuenta sumando asesinatos. Cuenta sumando asesinatos de vidas que ya eran nuda vida. Cuenta sumando asesinatos de vidas que eran nuda vida para desnudar al imperio del terror con el que convivimos desde hace ya demasiado tiempo.

Contar. Contar como antipoética grosera, tecnificada, espectral. Contar con la frialdad de una luz led para calentar a una sociedad anestesiada de muerte y enceguecida por el neón del falso progreso.

1, 2, 3, 4, 5, 6… 465… 672 Es indiferente el número de líderes y lideresas sociales asesinados cuando lo que importa no es la vida, sino la muerte. El artista cuenta para que la luz nos despierte pero lo hace en una sociedad y en un momento histórico en el que la rebelión ante la barbarie parece una quimera futurista o el título de una distopía literaria.

El antipoeta chileno Nicanor Parra escribía: “Mientras tanto nadie se rebela/ nadie patea nadie escupe sangre/ se la acepta a cabeza gacha/ ¡ni que fuéramos aves de corral!/ ¡una cazuela para los señores!/… / aullemos al menos digo yo/ si no somos capaces de rebelarnos”.

No somos capaces de rebelarnos, así que aullar se hace necesario. O Contar, que es una forma de aullar.

Fernando Arias, agazapado en las grietas de lo posible, aúlla en las elegantes salas del arte, aquellas donde el país se desplaza con una limpieza insolente. La muerte, la vida de las líderesas y líderes, se desarrolla en otros espacios donde el barro, el miedo, la devastación y el coraje suelen competir en desigualdad de condiciones. La muerte real, que es como decir la vida de los que no tienen vida, suele oler fuerte y tener un sabor agrio sin que haya panela que lo suavice; nada más lejos de los espacios reservados para la cultura en la Atenas de Suramérica (de nuevo: cuidado con los dobles sentidos). Arias logra que, así como el asesinato hace mártir por unos instantes a quien antes no era nada para el país, el conteo de líderes y lideresas muertos ya muertos golpee en el suelo limpio de los salones del país visible. Lo hace de una manera tan sutil como hiriente: eligiendo el frío número, el cientifismo del conteo, el listado, el borrado de los nombres para recordarnos que sólo su acumulación parece molestarnos. ¿Cuándo empezaron a resultar molestos los asesinados en las cámaras de gas del nazismo? Durante meses, esos y esas nudas vidas se convirtieron en ceniza y humo sin que las sociedades europeas reaccionaran: siempre hay un número de muertes tolerable, especialmente si son de homo sacer. Pero hay un momento en que su número es insoportable, se convierte en una carga moral demasiado pesada incluso para los que confían en que el Sagrado de Corazón de Jesús recicle la inmundicia de la propia historia.

Por todo esto, el acto antipoético de Arias se convierte también en una polética y en una polírica que se enfrenta al corpus de silencio del país neocolonial y teocrático que habitamos. El artista poliédrico –el poliartista- que es Fernando Arias sitúa el hecho de la creación en el riesgoso terreno de la dificultad -¡Ay Estanislao!- y del compromiso con el tiempo que vive –él que sí está socialmente vivo-.

Nótese: él que sí está vivo. Arias utiliza su privilegio –en Colombia no todas las personas son consideradas seres humanos dotados de una vida que merezca ser preservada- de forma generosa y directa. Lo lleva haciendo desde hace años en los proyectos que impulsa y en los que protagoniza; lo hace en este “Nada que cesa” en el que todo aquellos que habita en los pliegues periféricos de la invisibilidad se toma las paredes de uno de los centros de arte más reputados del país. Aullar puede ser eso: distribuir el privilegio; rebelarse podría ser, simplemente, abrir los ojos, darle nombre a cada cifra, dedicar un museo a cada vida que sigue viva, convertir las plazas públicas en lugares de memoria colectiva, consagrar al país al sagrado corazón de las colombianas y colombianos que se juegan la vida en la defensa del territorio o en la reivindicación de la esquiva justicia, arrancar de cuajo el hielo del resto de corazones criogenizados de tanto mirar el televisor, desbrozar el desierto de emociones en el que hemos convertido la vida en común, sembrar de utopías cada fosa común y reivindicar a los cientos de miles de muertos vivos que nos siguen dignificando.


[1] Jurisdicción Especial de Paz, entidad de justicia transicional creada tras el acuerdo de paz de noviembre de 2016 y que ha estado en la diana de las críticas de la ultraderecha colombiana.

La reacción a la Apocaptosis

Publicado en Apocaelipsis

La realidad nos regala giros insospechados en el guión de la historia. De creer en la justicia poética podríamos aventurarnos a calificar la crisis del coronavirus como una advertencia casi global, como una reacción de lo orgánico a la pulsión de muerte de la especie capitalista-depredadora. Pero quizá no sea tan hermoso, tan metafórico, todo lo que está sucediendo.

Podemos enredarnos en análisis complejos para relacionar el estado de excepción aceptado por la mayoría de sociedades autodenominadas democráticas con la decadencia del capitalismo y del modelo político liberal del Estado-nación (y sus huidas hacia delante). También podríamos aventurar que la renuncia a determinadas libertades individuales y la dócil aceptación de la gobernanza mediante decretos (de guerra) tendrá consecuencias en el futuro inmediato que se traducirán en una pérdida de derechos colectivos y en una crisis inédita de los modelos de relación social, económica y política. Incluso, sería posible interpretar que Europa, incapaz de reaccionar de manera conjunta a una crisis de estas dimensiones –como antes fue incapaz de reaccionar a la crisis de los refugiados o a la guerra de los Balcanes-, habrá puesto fecha a su propio velatorio.

La crisis no es por un virus, la crisis es sistémica y la arrastramos desde hace mucho tiempo (quizá empezó al nacer la Europa que conocemos). Quizá lo que estemos pagando ahora es la factura de no haber afrontado esa crisis sistémica del capitalismo occidental de manera colectiva y subversiva (subvertir no es más –ni menos- que alterar el orden establecido), en lugar de esta estéril guerra de guerrillas identitaria y/o reformista. Por eso, intuyo que esta crisis sanitaria –que también lo es política, económica, cultural…- es la señal de que asistimos a la apoptosis de la Modernidad capitalista, androcéntrica, antropocéntrica, colonial, racista y occidentalocéntrica.

Hace tiempo le robé el término ‘apoptosis’ a un médico y parece pertinente sacarlo de la chistera ahora que todo está cruzado por la sanidad y sus imposibilidades. La apoptosis consiste en la muerte celular programada o provocada por el mismo organismo y su función es controlar el propio ‘desarrollo’. La definición médica indica que se trata de “un proceso ordenado, que generalmente confiere ventajas al conjunto del organismo durante su ciclo normal de vida”. Si hay orden en esta entropía capitalista, racista y heteropatriarcal debe ser apoptótico. Y en este caso, podemos manipular la palabra hasta definir este momento globalizador como una brutal apocaptosis.

La crisis del COVID-19 ha acelerado la degradación final de esta civilización que conocemos en Occidente, pero con ramificaciones en todos los continentes ‘gracias’ al proyecto de expansión colonial, primero, y de control teledirigido de las ex colonias, después. Era impensable hace unos años que nos encerráramos en casa sin necesidad de que hubiera militares en la calle golpeando las puertas para infundir terror. Ahora lo hacemos ante la propia degradación de la vida provocada por este sistema y que golpea a nuestras puertas a través de medios de comunicación y mensajes nada encriptados.

En estos días de incertidumbre, se escuchan muchas teorías: unas se acercan a la paranoia del complot o ven la ‘perversa’ mano oriental manejando una conspiración contra Occidente, otras bucean en los postulados del biopoder (parido en el norte) o del necropoder (desarrollado en el sur), las hay que vuelven al Estado como receta contra todos los males, otras ven en el mal el bien y la oportunidad del advenimiento de una especie de neocomunismo y algunas, incluso, se han enganchado a la moda de los ‘cuidados’ para ver en esta crisis una oportunidad de revolución neohippy o como el antecedente de una reflexión colectiva sobre las formas de vivir. No soy tan optimista como estos últimos. Muchos de los ciudadanos que hoy aplauden a las profesionales de la salud votarán a favor de partidos que privatizan la salud; muchos de los gestos de solidaridad que se están viendo en redes y calles son parte del performance social que se produce ante un terremoto u otro tipo de desastre natural: se trata de un pico hormonal de sociedades tan dormidas que cualquier crisis de estas dimensiones las agita por unos instantes justo antes de volver al sopor del ‘desarrollo’. También es consecuencia de un cierto imperio de la psicología positiva en Occidente, del “todo va a salir bien”, de la fe ciega en la ciencia ciega, del mindfulness o de yo qué se qué.

Considero más bien que es una apocaptosis en toda regla. Este sistema no aguanta más y necesita regularse (lo cuál no significa que lo haga en las direcciones que algunas soñamos). Por un lado, en cuanto al sistema político: el coronavirus va a suponer una reconfiguración de las lógicas políticas difícil de prever. Que saldrá aún más dañada la precaria democracia me parece seguro, que la incapacidad de sostener la vida generará reacciones violentas de grupos de población insospechados (y siempre sospechosos para el poder), también. Los leves intentos de quitar fronteras para las poblaciones privilegiadas se verán truncados y el grupo de ciudadanos con movilidad sin restricciones cada vez será más pequeño (el 1% adelgaza). Además, habrá más presupuesto y apoyo popular para muros, vallas y sistemas de control que prevengan el asalto al ‘paraíso’ de los nadie; se buscarán mesías, líderes ‘fuertes’, que den tranquilidad a las almas azoradas, y el repunte del nacionalismo que ya estábamos sufriendo se tornará trending topic.

Por otro, no es difícil intuir una reconfiguración económica. La curva depravada del crecimiento económico de los sectores financiero y tecnológico conocerá el freno y eso supone que la ficción capitalista de este siglo XXI se topará con una realidad brutal, con bolsones de población descontenta y (re)precarizada que se tornará peligrosa, una amenaza para las clases y naciones privilegiadas.

En ambos aspectos, el político y el económico, se está constatando en las primeras semanas de la crisis, la inutilidad –incluso el silencio abrumador- de las instituciones globales o transnacionales en las que se apoyaba el sueño multilateralista: ni la ONU, ni el Banco Mundial, ni la Unión Europea… ninguna institución supranacional está siendo capaz de liderar o de coordinar esfuerzos.

Hay un aspecto más que me preocupa, que está relacionado con el repunte religioso (es decir, fanático). Si ya en la última década se había podido constatar una fuerte penetración religiosa en la política pública y en la vida privada de las personas más precarizadas, crisis como las del coronavirus pueden empujar a muchas personas a buscar en los dioses o en los gurús los liderazgos que han perdido en una vida política desierta de utopías y de anhelos colectivos. Calcular el impacto de este regreso de las industrias religiosas me parece imposible en este momento, pero eso no significa que no sea una variable a tener en cuenta.

Y un último extremo: la reconfiguración corporal… tampoco soy capaz de aventurarme en este terreno, pero la sospecha del cuerpo-otro como peligro cierto, el miedo a los contactos, la “distancia social voluntaria” –ese neotérmino que estremece-, la racialización del mal (“es un virus chino”, repite Trump a quien aún lo escuche), la reinterpretación del abrazo, de la piel, de los fluidos corporales…

LA REACCIÓN

La pregunta que me parece interesante es cuál será la reacción del poder. Si las cifras que manejan los gurús del cientifismo epidemiológico son ciertas, hablaremos de millones de personas contagiadas y algunos millones menos de personas muertas al final del camino. Los grupos vulnerables son muchos más de los indicados por los medios de comunicación. Los nadie, todos los nadie, son vulnerables en dimensiones múltiples. Por un lado, en materia de salud: los sistemas de salud públicos precarizados y la privatización avanzadas en el último cuarto de siglo se cobrarán millones de víctimas sin acceso a seguros privados, grupos de personas dependientes sin atención, señalamiento de los “sospechosos” (como ya los denomina la OMS), elecciones (in)morales sobre tratar sólo al que tenga más posibilidades de sobrevivir… Por otro, en materia económica: allá donde no hay economías ricas, la mayoría de la población no se puede permitir el confinamiento “voluntario” porque dejar de trabajar un día supone un problema grave de supervivencia para el núcleo familiar. Además, en un clima global regulado por la violencia (estatal en los países del Norte, paraestatal y criminal en los países del sur) será precisamente la violencia –en todas sus modalidades, incluidas las no visibles- la que repunte a la hora de ‘estabilizar’ el enrarecido clima global.

La tendencia del poder político –siempre parapeto del económico- ser ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽el econpoder pol de coordinar esfuerzos.es o transnacionales en las que se apoyaba el sueño multilateralista: ni la Oná defenderse de la agresión de los nadie. Es decir, del discurso actual de corresponsabilidad y de ciudadanía que esbozan los dirigentes repitiendo un mal guión de película distópica, pasaremos al relato de la defensa de la democracia y de los sacrosantos valores de la seguridad pública que, ya sabemos, se traduce en violencia, primero, contra los sectores más periféricos (subhumanos y no humanos, Fanon dixit) y, después, contra los bolsones de población precarizada que vayan saliendo en su contra de la zona del ser.

La apocaptosis del sistema tiende, intuyo, a ser evolucionista, darwinista en el sentido más capitalista de la palabra. Del “salvémonos todos juntos”, al “sálvese quien pueda”, hasta llegar a “tonto el último”. Pero si algo hemos aprendido a lo largo de la historia es que el darwinismo social sólo es funcional a los más poderosos, aunque lo practiquemos muchas como buenas reproductoras del sistema-mundo al que pertenecemos. La verdad es que el darwinismo sólo puede ser bandera del unoporcentismo. Las mayorías hemos sobrevivido a lo largo de la historia gracias a las redes de cooperación. No tanto desde una óptica naif de los cuidados cruzados y del amor humanitarista, sino desde las redes pequeñas, cercanas y de vida. Estas redes, de existir, deben ponerse desde ya a pensar no sólo en servicios desmonetarizados del cuidado mutuo, sino en formas de subsistencia económica, alimenticia y de salud comunitarias. Será difícil que las alternativas que nos ofrezca el sistema sean homogéneas. Como siempre, las zonas de Ser privilegiadas (tanto en el Norte Global como en el sur Global), tendrán otro relato, que hablará de apretarse el cinturón, de superación y de espíritu positivo ante la simultanea extensión y profundización del precariado (incluso, aunque se articulen rentas básicas de urgencia para frenar el caos). Pero, fuera de ese centro hipertrofiado que se niega a aceptar a nadie más, habrá que generar mecanismos que permitan retomar el aliento. Hay que hacerlo ya. Es decir, no podemos esperar a llegar a un país de la Cucaña que cada vez parece más lejos. Hay que trabajar en dos dimensiones (al menos, en el Norte): en lo urgente, luchar para que los rescoldos de lo público se mantengan e, incluso, se refuercen, y para generar iniciativas de protección social masivas y sostenidas en el tiempo; pero, en el mediano plazo, comenzar a construir alternativas desde el común que no sean coyunturales.

Para pensar el futuro toca mirar atrás y afuera. Atrás, para recuperar lógicas (sino formas) cooperativas de supervivencia en las que la amistad no era el vínculo sino que era la necesidad básica de la vida cotidiana la que forzaba la cooperación. Afuera, para mirar al Sur Global, donde la psicología positiva no ha hecho estragos con la resiliencia humana y donde la capacidad de sobreponerse a los traumas sigue apoyándose en frágiles redes de cooperación donde el conflicto es tan permanente como las soluciones a los dilemas del día a día.

Nos toca reflexionar, analizar, imaginar otras muchas formas de vivir diferentes. Nos toca subvertir(nos) y alterar este estado de cosas que nos paraliza, nos confina mentalmente y nos transmite la idea de que sólo hay un camino posible. Como insiste siempre Antonio Orihuela, nos es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, pero sobrevivir es imaginar cómo vivir fuera del capitalismo (algo complejo porque nosotras somos ese mismo capitalismo). Esa capacidad de imaginar esos otros muchos mundos posibles nos fue arrebatada tras el fracaso de las utopías colectivas fallidas del siglo XX y es ahora nuestra responsabilidad encontrar nuevos sueños imposibles que nos hagan salir de las dicotomías de lo posible. También nos corresponde prepararnos para un entorno apocalíptico en el que cuidarnos significará protegernos, resistir desde el convencimiento del tiempo largo, de las oportunidades venideras –que no van a ser las nuestras pero para cuyo advenimiento somos tan necesarias-. Y corresponde hacerlo sin quedarse sólo en la dimensión del pensar (crítico), sino pasando a la acción colectiva organizada. En entornos pequeños, quizá, pero efectivos. Esperar que el mismo sistema fallido, agonizante, violento e injusto en que habitamos (heredero de los imperiales y bárbaros últimos tres siglos) solucione el entuerto es apostar a una apoptosis fallida que, como es habitual, pagaremos los nadie para la salvación –y mayor gloria- de nuestros verdugos.

Hacia la descolonización de la palabra

Conferencia presentada en Voces del Extremo 2019- Poesía y Harragas (Moguer, Huelva, Sur de Europa, 24 de julio de 2019)

Por Paco Gómez Nadal

Quizá el único sentido de todo lo que yo pueda plantear ahora es identificar dónde está el afuera; dónde, el adentro. Desde dónde escribimos ¿Podemos denominar harragas a aquellos que no somos y que habitan el afuera deseosos de jugarse la vida para estar en este adentro? O… ¿somos harragas domesticados que un día logramos pasar las fronteras invisibles que cosen este adentro fronterizo o que, simplemente, no somos conscientes de que estamos en el afuera del adentro?

Desde hace años cargo un arma de destrucción íntima, un espejo que utilizo de forma compulsiva no para nombrar las últimas arrugas de mi rostro, sino para identificar las peores marcas de mi estirpe. Nuestra palabra, mi palabra, está cargada de colonialidad porque yo, nosotros somos los herederos  sin poder del colonialismo.

Voy a definir de forma somera algunos términos clave: colonialidad, privilegios, universalismo, territorialidad, comunalidad. No creo que haya duda sobre el significado de colonialismo, esa estrategia de ocupación y usurpación planetaria que explica lo que hoy es Europa y que ha sido la base de la implantación planetaria de un régimen de jerarquías que hasta hoy opera perfectamente engrasado.

Esas jerarquías conforman lo que voy a nombrar varias veces como colonialidad. La colonialidad del poder es la superestructura que deja el colonialismo occidental, racial, patriarcal, eurocentrado y capitalista (pleonasmo tras pleonasmo) en los territorios colonizados y –algo muy importante- en las masas de los territorios colonizadores, deseosas de comprar ‘la verdad’ de las élites una vez desarticuladas las resistencias en el vientre del imperio.

Rescatando a Frantz Fannon, el intelectual y activista anticolonial de Martinica, podríamos resumir esa superestructura en la división planetaria entre la zona del ser y la del no ser. El puertorriqueño Ramón Grosfoguel lo explica así: “La zona del ser y no ser no es un lugar geográfico específico sino una posicionalidad en relaciones raciales de poder que ocurre a escala global entre centros y periferias, pero que también ocurre a escala nacional y local contra diversos grupos racialmente inferiorizados. Existen zonas del ser y no‐ser a escala global entre centros occidentalizados y periferias no‐occidentales (colonialidad global) pero también existen zonas del ser y no‐ser tanto al interior de los centros metropolitanos como también dentro de las periferias (colonialismo interno). La zona del no‐ser dentro de un país sería la zona del colonialismo interno”.

Es clave entender que las opresiones –de clase, de genero o la sexualidad- no operan igual en la zona del ser y en la del no ser. En la zona del ser los conflictos entre y con las élites no son de carácter racial, por lo que los seres oprimidos comparten algunos privilegios, que parten del derecho y de los discursos emancipadores de la llamada ilustración. En la zona del ser suele haber negociación y resolución de conflictos. Pero en la zona del no ser, los conflictos de clase, género y sexualidad están articulados por la opresión racial y eso significa que se gestionan siempre por métodos violentos y de apropiación.

Cuando la palabra está publicada, cuando es escuchada más allá de la hoguera o del hogar, la palabra habita la zona del ser y eso comporta una responsabilidad brutal. ¿Qué actitud mantengo cuando formo parte de la zona en donde se firman los decretos de la necropolítica?, ¿escribo para tranquilizar mi conciencia, para sustituir la acción por la palabra?, ¿escribo, como dicen los autores de renombre, porque… es una ‘necesidad’ que me arde dentro?, ¿escribo para acumular likes en las redes sociales?, ¿para trascender?, ¿escribo para formar parte de la legión de escribidores bienpensantes?, ¿escribo para reventar el sistema?, ¿escribo para retar al pensamiento dominante?, ¿escribo para representar –y así pensar- los otros mundos posibles?, ¿para qué?, ¿para quién escribo?, ¿cómo, qué, para quién pero-ante todo- para qué escribo cuando lo hago desde el privilegio del que –a veces- no soy consciente?

Cargar el espejo de los privilegios es fundamental para habitar y escribir en la zona del ser con la fuerza capaz de tejer los lazos imprescindibles con la zona del no ser.

Los privilegios, de hecho, son el segundo asunto de relevancia esta mañana. Todas las que estamos aquí, en mayor o menor medida, somos sujetos de privilegios. Cuando pongo frente a mi el espejo veo a un hombre –privilegio del privilegio-, blanco, heterosexual, de cultura cristiana, de formación capitalista… No todas acumulamos los mismos privilegios, pero cargamos una racilización, un código de género, una condición de clase social, una epigenética cultural que determina desde dónde y para qué escribimos.

La gracia de las superestructuras es que están naturalizadas. Es decir: no siempre somos conscientes de que las cargamos, de que somos ellas como-si-pudiéramos-no-serlo. Para eso el espejo: para revisar de forma minuciosa la semántica, la gramática y los espacios donde ponemos en juego nuestra palabra. No se trata de entrar al debate de lo políticamente correcto, sino de habitar lo políticamente ético, transformador y descolonizador. Como plantea el historiador y sindicalista andaluz Javier García Fernández en ‘Descolonizar Europa’, “se trataría [al escribir] de construir no tanto un espacio de cuerpos que producen voces, sino un espacio de voces que terminan por construir cuerpos, esto es, soñar palabras que nos hagan construir lugares, pensar la Historia como motor de la Historia. La cuestión –sigue García- sería cómo pensar la manera en la que los tejidos de palabras vivas dan lugar a verdades no absolutas, sino encarnadas. Verdades de las tierras, no de los cielos”. Y la tierra, añado yo, no entiende de privilegios.

(…) Uno de los privilegios naturalizado en esta Europa autoreferencial y fagocitadora de la diversidad es el del Universalismo, el de ‘nombrar al mundo’. Europa, desde el siglo XVI, se ha arrogado el poder de determinar qué es lo ‘universal’. Es Europa la que edita enciclopedias de arte universal, es la que decide cuáles son los derechos universales… Cada vez que algo es calificado con el adjetivo de ‘universal’… yo saco el revolver. El universalismo es el resultado de una Modernidad pretenciosa que definió qué era cultura, qué era progreso, a qué denominar desarrollo… El universalismo es el gran proyecto cultural para ‘civilizar’ a quién no era funcional al proyecto de las élites europeas. Una vez nombrado ‘lo universal’, todo lo demás queda en el afuera. Es la marcación abismal de la brecha entre civilización o barbarie. Escribir desde la barbarie, o desde un nuevo tipo de barbarismo ilustrado, permitiría acabar con las tentaciones universalizadoras, esas que pasan por el tamiz de ‘nuestros’ valores (¿Nuestros, unos valores de las élites convertidos en narrativa hegemónica?) todo lo que ocurre en el afuera del espacio eurocentrado. La propuesta, de algún modo, sería la de habitar en una especie de esquizofrenia política y narrativa: estar adentro y escribir desde un afuera siempre en tensión y conflicto con ese adentro. Habitar el espacio del ser despojándonos del privilegio de nombrar el mundo para dejarnos permear por el barbarismo extirpado por la Modernidad y la Ilustración.

Hay términos que tienen el poder de expulsar al afuera de la historia a millones de seres humanos: Raza, Desarrollo, Modernidad o Globalización son  algunos de ellos. La globalización es la última ficción creada por el universalismo eurocentrado capitalista, pero no es difícil verle las vergüenzas. Como explica el brasileiro Renato Ortiz: “La flexibilidad del capitalismo no se identifica por la libertad de las partes, por la democratización de la cultura; las jerarquías permanecen, más rearticuladas, redefinidas; la hegemonía adquiere por tanto otra expresión, confiriendo a los países centrales una posición privilegiada en un mundo punteado por las diferencias–desigualdades profundas”.

Descolonizar el lenguaje contemplaría, por tanto, redefinir el diccionario universalista construido por las élites intelectuales europeas –esas que Eduard Said desnudó en Cultura e Imperialismo, esas que dirigen Institutos Cervantes-. Lo demás, es complicidad rampante. (Paréntesis: acuerdo Instituto Cervantes y Ejército)

La barbarie –o el anti universalismo civilizador- tienen mucho que ver con la territorialidad. La Modernidad eurocentrada nos ha instalado en la ficción del tiempo desconectado del espacio. En la película Lucy, en 2014, Luc Besson, hace decir a una protagonista capaz de utilizar el 90% de su cerebro y, por tanto, de entender el todo: “El tiempo es lo único que da legitimidad a la existencia (…) sin él no existiríamos”. El espacio, el territorio es la dimensión perdedora de la Modernidad.

Creemos escribir sin fronteras y, por tanto, escribimos con vocación de perpetuidad temporal y con absoluta desconexión territorial. Si la colonialidad del poder capitalista nos ha forzado a procesos de migración de origen laboral, político o bélico, desarraigando al ser de su espacio e instalándolo en el puesto laboral, escribir de manera decolonial supone regresar a la conexión con el territorio.

Escribió el poeta navarro Javier Velaza hace ya casi dos décadas:

“Somos los arrancados.

Un tirón seco y cruel nos descuajó un mal día

Y fuimos arrojados sobre un terreno estéril

En tiempo de barbecho

            Eso es todo

                        Lo saben

las piedras –y lo callan-

los ríos –que lo ahogan-

el silencio –y lo grita con sus bocas de muro-

Eso es todo, os lo digo.

                                    Somos los arrancados.

¿Quién tiró de nosotros y por qué? ¿Qué retoños

quiso privilegiar rasgándonos de cuajo?

¿Qué atrocidad de poda fue aquella y en qué estío

brutal se practicó?

Somos los arrancados.

                        No tenemos raíz;

Por más que nos hinquemos en diferentes humus,

Ninguno nos ahíja, porque somos sin tierra,

Porque lo erradicado carece de plantío.

Somos los arrancados”

Somos los arrancados, sí, es verdad, pero hay gente que aún sabe cuidar sus raíces, identificar su territorialidad y conectarla con el ahora. No es nostalgia de lo que no hemos sido ni de lo que algún día fuimos, sino la capacidad de decolonizar la palabra para saber que en el territorio hay una carga de dignidad política abrumadora y una real posibilidad de resistencia, siendo la resistencia, únicamente, la capacidad de imaginar futuros diferentes a los propuestos por el pensamiento dominante.

Y donde hay territorialidad encarnada, hay comunalidad. Descolonizar la palabra es retejer los lazos comunitarios: la identidad, la pertenencia, el sentido sólo se logran en la compleja y siempre desproporcionada ecuación  entre territorio y comunidad.

La comunidad podría confundirse, simplemente, con un grupo humanos. La comunidad de Voces del Extremo, por ejemplo, pero la comunalidad es un valor mucho más profundo, es ese espacio –que no siempre requiere de territorio físico pero sí de lugar compartido- donde se impone la afinidad, los cuidados mutuos, el abandono del yo para entregarse al nosotras, el bien común por encima del bienestar individual, la defensa de lo colectivo más allá de la obsesión capitalista occidental por el sacrosanto espacio privado. Descolonizar la palabra sería, creo yo, una renuncia a escribir para uno, para escribir con/para/por/junto a/ desde “las otras” con las que construimos el sentimiento de comunalidad. Descolonizar la palabra sería, quizá, no ser Moderna, no ser cool, no tener éxito, no tener likes, no buscar el aplauso, no anclarse en los tópicos universales, no escribir al amor romántico, ni a la depresión individual, no ensalzar el tiempo presente aislado del pasado, no abonar los futuros cacareados y no entrar en las modas liberales, ni siquiera en las modas progres. Escribir desde una posición decolonial sería renunciar al nombre, al prestigio de poeta, a las palmaditas en la espalda, para apostar por el alma, el respeto de las compañeras, el abrazo del hermano o la hermana de la comunidad.

Descolonizar la palabra es imaginar y construir un occidente no occidentalista (como proponía con dudas Said), deconstruir antes de destruir, renunciar a la nación para acoger el territorio, identificar de ‘quién’ eres (como escribiera Isabel Martín: “de la Damiana, la de Mariquita Simón López y del tío de Diego de la tía Damiana […] la hermana de María, la sobrina de Simón, Felipe y Ana. La de Tata Beatriz y el tito Andrés el Bolero. La prima del ‘Chapa’, el Juan y el Miguelito [de la Tata]), reclamar con ‘quién’ quieres ser, qué palabras y qué seres poblarán el futuro que estás imaginando, sin recetas únicas o universales, sin trincheras planetarias, sin ampulosidad ni egolatría.

Descolonizar la palabra es una misión extremadamente compleja no porque signifique despatriarcalizar la palabra, desracializar la palabra, descapitalizar la palabra –que lo significa- sino porque para hacer todo eso… primero hay que trabajar en despatriarcalizar, desracializar, descapitalizar al ser y eso, queridas y queridos poetas, es mucho más complicado. Mi recomendación, ya habéis escuchado, es sencilla. Cargar un espejito, pequeño, humilde, poderoso. Un espejo que nos devuelva la imagen colonizada para, desde ella, empezar a deconstruir sabiendo que el camino va a ser errático, doloroso a veces, gozoso siempre que seamos conscientes del tránsito.

Dejadme que antes de terminar os regale un poema del martiniqués Aimé Césaire:

Lejos de los días pasados

pueblo mío

cuando

lejos de los días pasados

renazca una cabeza bien puesta sobre

tus hombros

reanuda

la palabra

despide a los traidores

y a los amos

recobrarás el pan y la tierra bendita

tierra restituida

cuando

cuando dejes de ser un juguete sombrío

en el carnaval de los otros

o en los campos ajenos

el espantapájaros desechado

mañana

cuando mañana pueblo mío

la derrota del mercenario

termine en fiesta

la vergüenza de occidente se quedará

en el corazón de la caña

pueblo despierta del mal sueño

pueblo de abismo remotos

pueblo de pesadillas dominantes

pueblo noctámbulo amante del trueno furioso

mañana estarás muy alto muy dulce muy

crecido

y a la marejada tormentosa de las tierras

sucederá el arado saludable con otra tempestad

Lo que represento, lo que encarno

Nadie me ayudó a mirarme al espejo sin filtros. Miento, me ayudaron muchas personas, peor ya crecido, y, además, me costó entender que me estaban ayudando. Al principio me sentí agredido, cuestionado injustamente, cargado con responsabilidades por asuntos en los que yo, de forma directa, no me sentía involucrado.

El primer espejo fue el de representar lo-al europeo. Nunca me había sentido europeo, incluso presumía de no serlo, de tener más sangre del norte de África que de la Europa caucásica. Mi pasaporte,  mi aspecto y mi acento me llevaban la contraria. Lo que al principio interpreté como ataques a mi persona luego interpreté como ataques a lo que representaba. Me ayudó una entrevista al filósofo Reyes Mate, en la que señalaba que uno no es culpable por lo que hicieron sus antepasados, pero sí es responsable de interpelarse con preguntas al respecto. ¿Me beneficié?, ¿soy heredero de injusticias globales?, ¿qué significa ser europeo en el mundo que habito?, ¿de qué valores y contravalores está cargado eso que yo encarno sin haberlo decidido?

El siguiente espejo fue el feminista. No me había expuesto a un escrutinio tan duro jamás. Pensaba, pobre ingenuo, que yo estaba en el buen camino, en el de eliminar los tics machistas en los que fui educado. Pero algunas personas me mostraron la diferencia entre la forma y el fondo, entre machismo y patriarcado, entre gestión de lo doméstico y la gestión de las formas del poder. El espejo no me transformó de una –faltaría mas…- pero me permitió mirar con otras gafas y comenzar a operar cambios sutiles y siempre insuficientes.

El espejo más tardía fue el del racismo. ¿Yo?, ¿yo, racista? Imposible. Hasta que entendí que nadie que sea blanco puede entenderlo –como ningún hombre por empático que sea puede entender el lastre político, jurídico, social y económico con el que nacen las mujeres-. Sólo me he sentido racializado, y no en el sentido que quiero señalar aquí, en comunidades 100% indígenas o en territorios con el 99% de la población afro. De hecho, no creo que fuera racializado, sino que era extraño. Racializar es cargar a la persona con una carga negativa de origen brutal, condenarla al espacio del no-ser, obligarla a solucionar las tensiones de su mundo de forma dolorosa, impedirle ser-horizontal, que esto ya nada tiene de igualdad.

Los espejos se fueron sumando: soy heterosexual, fui educado en el cristianismo, me enseñaron (en la escuela, en la universidad…) a ser un buen capitalista (o, al menos, un un empleado del capitalismo)…

No me siento culpable. Eso seria ridículo y paralizante. Pero sí soy consciente de lo que represento ante otros ojos, ante otros cuerpos, ante otras humanidades. Y ya no huyo de ello. Entiendo que patriarcado (con su deriva fundamental heteropatriarcal) y racismo son la dupla imprescindible para el colonialismo y el capitalismo. Entiendo que soy víctima y que soy victimario y que sólo en el entendimiento de la responsabilidad que tengo con, ante y desde los otros puedo deconstruirme y ser-otro-yo más decente.

Todas las personas tendemos a mirarnos sólo en los espejos que nos devuelven una imagen amable de nosotras mismas (¡que se lo pregunten a los comercios de ropa!) y sé que es muy doloroso cuando el espejo te muestra que contienes, que encarnas parte de eso que representas, por odioso que sea. Si algo creo haber desaprendido parte de ahí: de saber que sólo puedo comenzar a ser-otro-yo para ser el yo mismo al que aspiro si comparto, siento y empatizo con las causas de los que han sido oprimidos por otros como yo, si entiendo su rabia y la sitúo de forma política, si entiendo que para quitarme las máscaras de hombre-blanco-europeo-heterosexual-cristiano-capitalista debo entender lo que ellas suponen y calcular cuánto de ellas contengo. Los espejos, al principio, duelen. Luego, cuando se aprende a pasar de lo emocional a lo político, las aristas se suavizan y uno sabe que tiene oportunidades para resituarse, para mejorar como ser humano ya no racializado, ya no racista, ya no patriarcal, ya no “naturalmente” normal, ya tan “anormal” como los seres con los que cohabita el planeta.

Ser comunidad

No hay respuesta a cómo relacionarse con las comunidades. Pero, el autor va más allá: ¿qué es comunidad?, ¿qué somos nosotros si no somos comunidad? (más…)