No hay respuesta a cómo relacionarse con las comunidades. Pero, el autor va más allá: ¿qué es comunidad?, ¿qué somos nosotros si no somos comunidad?
(Texto producto de la residencia en la base de la Fundación Más Arte Más Acción | Nuquí, Chocó, Colombia | 2016)
Hay una posición de poder, marcada por jerarquías de la colonialidad, en muchas de nuestras relaciones con lo que denominamos “la comunidad”. Una primera se produce cuando nos situamos fuera de dicha “comunidad”, aunque la operación, en realidad, es al revés: ponemos fuera de un nosotros a esa “comunidad”. Si “ellos” son “comunidad”, entonces: ¿Qué somos nosotros? O, formulado a la inversas: ¿Qué debemos ser nosotros para que “ellos” sean “comunidad”?
Al excluirnos del concepto comunidad lo estamos definiendo, situando en un afuera que significa que ese “ellos” se mantienen en la segunda parte del dualismo histórico que ha marcado el devenir contemporáneo de América Latina: civilización / barbarie.
El “nosotros”, obviamente, es el civilizado, el que puede dedicar tiempo al “ellos” bárbaro, el que puede ayudar a que salgan del estado primitivo (en algún sentido pre-capitalista, pre-moderno) en el que están condenados. Las “comunidades” poseen formas arcaicas que nos atraen, más cercanas al buen indígena o a la condescendencia ante lo perdido en el paraíso que a capacidades humanas comparables a las nuestras.
Frantz Fanon diría, quizá, que se sitúan en el espacio de los subhumanos: humanos en potencia que esperan de nuestra carga de “civilización” para ser “puestos en valor”. Al dejar en el “afuera” a la (s) “comunidad (es)” trazamos la línea abismal que jerarquiza la vida y perpetúa la colonialidad, no sólo del poder, sino del saber (conocimiento) y del hacer (arte).
Esta dimensión ‘otorgada’ a la comunidad explicaría, quizá, que nuestra mejor oferta para ese “ellos” sea el taller. El engañoso lema de “la educación nos mejora” aplicado bajo la lógica de “la educación os hace similares a nosotros”. No se busca en la formación ‘otorgada’ la emancipación de las personas, la autonomía de sus decisiones colectivas, la afirmación de la identidad comunitaria. Es imposible desde “afuera” reforzar el “adentro”.
Los procesos así están atravesados por una relación perversa, imposible de revertir excepto en el caso en que nos convirtiéramos en “ellos”, algo a todas luces imposible cuando el “nosotros” civilizado es fruto de un proceso de domesticación individual-capitalista-patriarcal que, si creemos a Leonardo da Jandra, no permite el camino de regreso al estado de “barbarie” (tan denostado por la euroocidentalidad dominante en el “nosotros” urbano, tecnologizado y compartimentado).
Por tanto, si por comunidad entendemos un grupo humano que vive en la periferia de lo hegemónico, cuyo eje de razón es el espacio (el territorio) y no el tiempo (la movilidad), con fuertes ligazones de solidaridad básica, con mecanismos de resolución de conflictos que nos parecen rozar la “violencia” primitiva, con cierta aversión a la racionalidad y con carencias formativas para su inserción el mundo “Moderno” (ninguna posibilidad frente a lo postmoderno)… ¿Cómo puede ser nuestra interacción con ese “ellos”.
En busca de la horizontalidad
Naturalizar la relación centro periferia (dentro-afuera) no es fácil. Las jerarquías pesan mucho y los imaginarios no nos dejan ver al “otro” como a un equivalente.
Llamamos “comunidad” a los grupos que aún no transitan por la vereda del “desarrollo”, ese concepto que tanta gente ha dejado fuera de la historia. Por ello, quizá, el primer paso para buscar una relación más horizontal, sería desprendernos de la idea de un desarrollo homogéneo.
Cada grupo humano, cada individuo debería encontrar su mundo posible y esos muchos otros-mundos posibles deberían dialogar desde el respeto. Por tanto, ni siquiera considero que haya que esperar que la “comunidad” nos pida ayuda (posición de los que somos intencionados para no sentir que estamos interfiriendo donde no nos llaman), sino que hay que escuchar sin necesidad de que haya una consecuencia directa del acto de (re) conocerse.
La búsqueda de la horizontalidad en la relación entre el adentro (urbano, moderno, individualista y hegemónico) y el afuera (rural, premoderno, colectivista y periférico) pasaría simplemente por “estar”, ya que “ser” comunidad parece imposible para “nosotros” y “ser” desarrollados suele expropiar el alma a las comunidades que reciben el ‘regalo’ del saber (occidental).
No hacer nada parece una buena solución. Al “no hacer nada” se puede permitir un diálogo sincero en el que no se busque tránsito ni movilidad social alguna. Queremos “estar” con el otro, junto al otro, no queremos “ser” como el otro ni queremos que “sea” como un nosotros. Esta horizontalidad inactiva parece especialmente difícil cuando, los que habitamos el “adentro”, llevamos la semilla de la reproducción: no sólo perpetuamos el sistema-mundo que nos habita y habitamos, sino que “evangelizamos” a los “otros” para que se sumen a este festín tétrico que deshace los nudos de lo comunal.
El “no hacer nada” significa también no mitificar lo comunitario como el estado ideal del ser humano (que no lo es) ni tratar de fosilizar a las comunidades para que se queden estáticas, congeladas como fotos etnográficas de lo que alguna vez debimos ser todas. Son los “ellos” los que decidirán, con aciertos y errores, los que está por venir para sus gentes. Si eliminamos, o minimizamos, nuestra intervención en esa decisión, ayudaremos a su autonomía, a su-ser-en-su-otro-mundo.
¿”No hacer nada” supone tomar distancia? No necesariamente. Si hacemos el proceso de desaprendizaje de la reproducción y somos capaces de escuchar y de estar, la convivencia es posible y se regirá por códigos de equivalencia que no busquen igualarnos. De ese tipo de relación se pueden derivar “acciones” pero éstas surgirán de forma espontánea, fruto de la relación relativamente horizontal, de la curiosidad mutua, del intercambio de incertidumbres y de experiencias.
Es posible, por ejemplo, que aquel artista de una comunidad sienta curiosidad por la forma de vaciar moldes de este otro artista externo o que este artista foráneo aprenda de aquel artista comunitario una forma diferente de mirar y de interpretar las formas de la naturaleza o de trabajar materiales desconocidos para quien llega. En el “no hacer nada” pueden acontecer muchos procesos y éstos, de ser espontáneos, no suponen usurpación ni aniquilamiento, sino transferencia fluida de saberes.
Pero… ¿y si ya estamos “haciendo”, si ya estamos interviniendo motivados por una especie de imperativo ético que, aunque jerarquizado, es bienintencionado? Aquí creo que sólo queda la opción de la implosión del proceso al renunciar a control alguno sobre su ruta o su punto de llegada.
Si hay algo que define a la mentalidad del sistema-mundo que establece el “adentro” es la “finalidad”. Toda acción tiene un fin, unos objetivos, un propósito y, por tanto, unos indicadores de éxito. “Asistieron x personas al taller”, “aprendieron tales o cuales destrezas”, “están en capacidad de hacer xx cosa”…
La implosión de los procesos de intervención, desde mi punto de vista, se consigue con dos renuncias:
- Renuncia al control del proceso: si no hay facilitadores (que presupone la existencia porque hay un “otro” para el que todo es difícil) y si no hay expertos (porque significa que los “otros” son ignorantes) provocamos una implosión brutal del proceso de intervención con una participación masiva y horizontal de los de adentro y los de afuera. Perdemos control, es verdad, las maneras del saber y del hacer responderían a patrones anárquicos y, para los del “adentro”, desesperantes, pero generamos un acercamiento horizontal que enriquece a cada cual según su experiencia vivida.
- Renuncia a las metas: al no existir control sobre el proceso del saber ni del hacer es imposible establecer metas porque no hay nadie que monitoree ni evalúe lo acontecido. Lo alcanzado puede ser visto, desde “adentro”, como un retroceso o se puede parecer a nuestro concepto de “desarrollo” (avance acumulativo en el tiempo), pero en realidad será un patrimonio intangible que se traducirá en resultados espontáneos, inesperados, maravillosa o terriblemente sorprendentes.
Mis propias reflexiones me parecen abrumadoras. Significan, en mi propio caso, una renuncia consciente a la tarea para la que he sido programado. Pero, considero que nos corresponde cierta radicalidad en el planteamiento para acercarnos a un “no hacer” creativo, a un “no hacer” humanamente productivo y quizá absolutamente estéril desde el punto de la productividad del sistema-mundo.
No hay intervención mejor que otra en función de la “bondad” de su propósito. Intervención es intervención. Intervención siempre es, en el caso de las comunidades, de “adentro” a “afuera” y, ante la falta de espacio en el “adentro” todos los pasos que se dan con proyectos bienintencionados sólo dejan al “afuera” un amargo sabor a derrota. La “integración” en el “desarrollo”, en nuestras maneras de “hacer”, en nuestras formas de “saber” es imposible para quienes han sido relegados al “afuera” y considero que sólo desde la reafirmación radical de ese “afuera” se puede garantizar la autonomía de las comunidades y la dignidad de sus componentes.