Al españolismo (rancio) no le gusta el perdón

El negacionismo, el revisionismo y el españolismo rancio se han agitado ante el conflicto diplomático entre los Estados Unidos Mexicanos y el «Reino de España» por la no invitación —que es diferente a un veto— del rey de España a la ceremonia de toma de posesión de la nueva presidenta del país. El “conflicto”, dice México, se origina por la falta de respuesta del jefe del Estado español a una carta de su homólogo mexicano en el que pedía que España “admita su responsabilidad histórica por esas ofensas [durante la Conquista y la colonia] y ofrezca disculpas o resarcimientos políticos que convengan”.

Nadie parece haber leído la carta, por supuesto, y por eso se dice que México “exige a España que pida perdón”; algo que no solicita en ningún momento. De hecho, el tono de la carta es más que respetuoso y el presidente mexicano explicaba: “Para la nación que represento es de fundamental importancia, Señor, invitar al Estado español a que sea partícipe de esta reconciliación histórica, tanto por su función principalísima en la formación de la nacionalidad mexicana como por la relevancia e intensidad de los vínculos políticos, culturales, sociales y económicos que hoy entrelazan a nuestros dos países”. No parece una carta muy ofensiva pero, en todo caso, cuando un jefe de Estado escribe a otro lo mínimo es un acuse de recibo tan educado como el primero. Eso nunca ocurrió y hay opinadores, políticos, e ignorantes agitadores del nacionalismo español justificando porque “España no debe pedir perdón por la conquista de América”. Nadie le ha pedido eso, de hecho, México denunciaba “las incuantificables violaciones a las leyes entonces vigentes» o las agresiones militares a un México ya independiente (1821) que se extendieron hasta 1854).

Como suele haber una coincidencia entre los adalides de la nación española que andan agitados y los defensores del catolicismo a ultranza que hemos regado como una ‘bendición’ para los americanos, me parece adecuado recordarles lo que han hecho los tres últimos “sucesores de San Pedro” —para que puedan elegir el que más les guste—. 

Juan Pablo II visitó República Dominicana en 1992 y allí, ante feligreses y autoridades, reconoció, “con toda verdad, los abusos cometidos debido a la falta de amor de aquellas personas que no supieron ver en los indígenas a hermanos e hijos del mismo Padre Dios”, y pidió, “en nombre de Jesucristo, como Pastor de la Iglesia”, “que perdonen a todos aquellos que durante estos quinientos años han sido causa de dolor y sufrimiento para sus antepasados y para ustedes”. En 2007, Benedicto XVI, hizo lo propio durante una visita a Brasil: “El recuerdo de un pasado glorioso no puede ignorar las sombras que acompañaron la obra de evangelización del continente latinoamericano: no es posible olvidar los sufrimientos y las injusticias que infligieron los colonizadores a las poblaciones indígenas, a menudo pisoteadas en sus derechos humanos fundamentales”. En 2015, el papa Francisco dijo en visita oficial a Bolivia: “Se han cometido muchos y graves pecados contra los pueblos originarios de América en nombre de Dios. Lo han reconocido mis antecesores (…) y también quiero decirlo. Al igual que San Juan Pablo II, pido que la Iglesia  —y cito lo que dijo él—  ‘se postre ante Dios e implore perdón por los pecados pasados y presentes de sus hijos’. Y quiero ser muy claro, como lo fue San Juan Pablo II: Pido humildemente perdón, no sólo por las ofensas de la propia Iglesia, sino por los crímenes contra los pueblos originarios durante la llamada conquista de América. Y junto a este pedido de perdón, para ser justos, también quiero que recordemos a millares de sacerdotes, obispos, que se opusieron fuertemente a la lógica de la espada con la fuerza de la cruz”.

Parece pues, que no rebaja ni humilla pedir disculpas o, como pide el Estado mexicano, “asumir responsabilidades”. Como recordaba López Obrador en su carta de 2019, “si en los años inmediatamente posteriores a la conquista los abusos fueron atribuibles a adelantados que actuaron por cuenta propia, los actos de autoridad durante el largo periodo colonial fueron consecuencia de la aplicación de políticas de Estado: las instituciones virreinales fueron parte de loa Corona española, pese a que en todo ese periodo ningún monarca peninsular visitó la Nueva España”. Es decir, no se refiere a lo ocurrido en los últimos años del siglo XV y los primeros del XVI, sino a lo que siguió aconteciendo hasta el siglo XIX, cuando México logró la independencia y España se negó a reconocerla durante 15 años de hostilidades.

Es un pasado muy cercano y nadie quiere imponer un relato desde México sino que lo que se propuso al rey era: “(…) que ambos países acuerden y redacten un relato compartido, público y socializado de su historia comían, a fin de iniciar en nuestras relaciones una nueva etapa plenamente apegada a los principios que orientan en la actualidad a nuestros respectivos Estados y brindar a las próximas generaciones de ambas orillas del Atlántico los cauces para una convivencia más estrecha, más fluida y más fraternal». ¿Es tan difícil bajarse del trono colonial e intentarlo? Al no hacerlo, la corona confirma que la mirada colonial y eurocentrada perdura en nuestra sociedad y en nuestras instituciones.