¿Fin de ciclo en los gobiernos progresistas de Latinoamérica? Las preguntas son muchas y las respuestas inciertas, pero el proceso que se abrió en 1998 ha dejado siembra.
(Texto publicado en Diagonal en 2015)
Hablar de América Latina y del Caribe como un cuerpo homogéneo es simplificar la compleja genética cultural y política de este diverso territorio hasta la caricatura, pero es el riesgo que hay que asumir para tratar de explicar un continente en unos cuantos párrafos.
América Latina (y el Caribe) o El Caribe (y la América continental) comparten un lazo identitario difícil de entender para quien no sea latinoamericano o caribeño, a pesar de sus brutales diferencias, de sus choques de trenes históricos y de sus rivalidades postcoloniales. Y esa identidad está tejida desde la resistencia a la imposición externa, por un lado, y con el anhelo panamericano conjugado de formas diversas por Bolívar, Martí, Betances o Bosch.
Nuestra América, como la denominara Martí, es un territorio de lucha social donde la construcción de las alternativas siempre discurre de forma paralela al ejercicio de la colonialidad del poder. Injerencia externa aliada con unas estructuras viciadas de colonialidad que van siendo carcomidas por movimientos populares mutantes pero persistentes en el tiempo.
Hoy vivimos una ecuación compleja. Apuntaría varias hipótesis para tratar de entenderla.
La irrupción del despistante socialismo chavista a partir de 1998, y con mayor intensidad tras el fallido golpe de Estado de 2002, supuso un terremoto político y social en el continente. Es innegable que instaló un nuevo discurso soberanista (y, fundamentalmente antiimperialista) que provocó una cascada de constituyentes originarias, un nuevo impulso a los movimientos subversivos y una relectura del momento político que impulsó las apuestas electorales y los gobiernos de transición que, en teoría, deberían desembocar en nuevas sociedades más comunitarias y menos capitalistas.
Los gestos y las transformaciones soberanistas se desencadenaron de forma local, pero también desde una perspectiva regional, con el triunfo sobre la iniciativa imperial estadounidense en forma de tratado de libre comercio (ALCA) y la generación de nuevas instituciones panamericanas alejadas del modelo colonial y tutelado de la OEA (Organización de Estados Americanos).
La realidad es que después de unos primeros años alucinantes (al menos en Bolivia, Uruguay, Ecuador o Brasil y en menor medida en El Salvador, Argentina u Honduras), se ha podido constatar que los aparatos de poder estatales, incluso en los países que han proclamado su vocación revolucionaria, se han estancado en un plácido neodesarrollismo extractivista y en una masiva transferencia condicionada de recursos a las clases más empobrecidas. Además, los gobiernos de países como Venezuela, la República Plurinacional de Bolivia, Argentina, Nicaragua o Ecuador han querido monopolizar el discurso subversivo de tal manera que, al modo del viejo PRI mexicano, institucionalizan la “revolución”, negando la autonomía natural de los movimientos políticos y sociales de base y criminalizando la crítica, aunque provenga de la propia trinchera. En el caso de Brasil, la flamante reelecta Rousseff juega, como su mentor Lula, a permitir una oposición a la izquierda (representada por el MST y sectores de su propio partido, el PT) y a la persecución policial de todo lo que mueva dentro de ese espacio de confort político. La tendencia colonial a la dirección de los destinos patrios por parte de un combo de iluminados se resiste a desaparecer.
Para los observadores de la izquierda externos, no hay matices: “hay que apoyar a los gobiernos ‘bolivarianos’ aunque estos sean tan telúricos y rosados como el de Daniel Ortega, tan reaccionarios políticamente hablando como el de Correa, o aunque estén realizando el viejo proyecto imperial de sus élites militares y económicas, como es el caso de Brasil. Pero a pie del territorio las cosas se ven diferentes.
La exclusión oficial del disenso y la decidida apuesta del poder por el extractivismo está generando un abismo político entre movimientos de base y burocracias estatales. Ese abismo se maquilla en este momento por la coyuntura económica y por el pequeño maná que está cayendo en algunas de las poblaciones. Los gobiernos autodenominados como “diferentes” juegan a sustituir una hegemonía por otra, pero, abajo, la semilla de la participación y de la resistencia sigue creciendo y siento que no hay punto de retorno. Los movimientos campesinos, los pueblos originarios, las mujeres organizadas o el nuevo ecologismo humano en defensa del agua y de la vida tienen un vigor desconocido. Desde abajo, a veces de forma invisible, otras veces en choque directo con los poderes hegemónicos, estas formas de organización y, en algunos casos, de autogestión, toman fuerza.
Los gobiernos no saben muy bien cómo reaccionar ante ellos porque no les mueven viejos reclamos de “desarrollo” o socialdemócratas deseos de redistribución. Es más complejo. Por eso hay cientos de activistas encarcelados en Ecuador o se demoniza a los amazónicos de Bolivia o se ningunea en la opinión pública a los indígenas venezolanos.
Tampoco la derecha y el poder financiero saben muy bien cómo comportarse. Una parte de la derechona latinoamericana sigue en clave de los setenta: los golpes de Estado de Honduras o Paraguay, o la paramilitarización de México tras los pasos de Colombia son ejemplo de ello. Otra parte trata de rescatar la decimonónica dicotomía de “civilización o barbarie” que tan presente está en la raíz colonial del nacimiento de las repúblicas independientes del continente. La más “moderna” se aferra a la responsabilidad social corporativa para camuflar el intento de expolio reglando papeleras y construyendo puestos de salud que no curan. No hay punto de retorno.
Me parece indiferente lo que ocurra con el poder formal en los próximos años o la terrible deriva sectaria del proceso venezolano, o la esquizofrenia presidencial de Nicaragua, o el fascismo empresarial postmoderno del gobierno colombiano, o la amenaza que lleva en su seno el proyecto brasileño… la lucha actual en Latinoamérica y El Caribe resiste ante las manifestaciones más profundas de la colonialidad y construye alternativas dese abajo que superan el caduco concepto de Estado-Nación. Escribo sobre un proceso muy lento, del que tardaremos tiempo en ver los frutos, pero que ya es palpable. Las alianzas entre movimientos de base de diferentes países, el vigor conceptual y en la práctica de los derechos territoriales y colectivos sobre los derechos humanos liberales occidentales, la decisión de los pueblos originarios de no volver a agachar la cabeza, las zonas autónomas que se están declarando por todo el territorio mexicano… La semilla vuelve a la base. Salió de ella, fue secuestrada por un tiempito por las nuevas hegemonías organizadas y regresa a su lugar. El abismo permite que germine en calma.