Lo que represento, lo que encarno

Nadie me ayudó a mirarme al espejo sin filtros. Miento, me ayudaron muchas personas, peor ya crecido, y, además, me costó entender que me estaban ayudando. Al principio me sentí agredido, cuestionado injustamente, cargado con responsabilidades por asuntos en los que yo, de forma directa, no me sentía involucrado.

El primer espejo fue el de representar lo-al europeo. Nunca me había sentido europeo, incluso presumía de no serlo, de tener más sangre del norte de África que de la Europa caucásica. Mi pasaporte,  mi aspecto y mi acento me llevaban la contraria. Lo que al principio interpreté como ataques a mi persona luego interpreté como ataques a lo que representaba. Me ayudó una entrevista al filósofo Reyes Mate, en la que señalaba que uno no es culpable por lo que hicieron sus antepasados, pero sí es responsable de interpelarse con preguntas al respecto. ¿Me beneficié?, ¿soy heredero de injusticias globales?, ¿qué significa ser europeo en el mundo que habito?, ¿de qué valores y contravalores está cargado eso que yo encarno sin haberlo decidido?

El siguiente espejo fue el feminista. No me había expuesto a un escrutinio tan duro jamás. Pensaba, pobre ingenuo, que yo estaba en el buen camino, en el de eliminar los tics machistas en los que fui educado. Pero algunas personas me mostraron la diferencia entre la forma y el fondo, entre machismo y patriarcado, entre gestión de lo doméstico y la gestión de las formas del poder. El espejo no me transformó de una –faltaría mas…- pero me permitió mirar con otras gafas y comenzar a operar cambios sutiles y siempre insuficientes.

El espejo más tardía fue el del racismo. ¿Yo?, ¿yo, racista? Imposible. Hasta que entendí que nadie que sea blanco puede entenderlo –como ningún hombre por empático que sea puede entender el lastre político, jurídico, social y económico con el que nacen las mujeres-. Sólo me he sentido racializado, y no en el sentido que quiero señalar aquí, en comunidades 100% indígenas o en territorios con el 99% de la población afro. De hecho, no creo que fuera racializado, sino que era extraño. Racializar es cargar a la persona con una carga negativa de origen brutal, condenarla al espacio del no-ser, obligarla a solucionar las tensiones de su mundo de forma dolorosa, impedirle ser-horizontal, que esto ya nada tiene de igualdad.

Los espejos se fueron sumando: soy heterosexual, fui educado en el cristianismo, me enseñaron (en la escuela, en la universidad…) a ser un buen capitalista (o, al menos, un un empleado del capitalismo)…

No me siento culpable. Eso seria ridículo y paralizante. Pero sí soy consciente de lo que represento ante otros ojos, ante otros cuerpos, ante otras humanidades. Y ya no huyo de ello. Entiendo que patriarcado (con su deriva fundamental heteropatriarcal) y racismo son la dupla imprescindible para el colonialismo y el capitalismo. Entiendo que soy víctima y que soy victimario y que sólo en el entendimiento de la responsabilidad que tengo con, ante y desde los otros puedo deconstruirme y ser-otro-yo más decente.

Todas las personas tendemos a mirarnos sólo en los espejos que nos devuelven una imagen amable de nosotras mismas (¡que se lo pregunten a los comercios de ropa!) y sé que es muy doloroso cuando el espejo te muestra que contienes, que encarnas parte de eso que representas, por odioso que sea. Si algo creo haber desaprendido parte de ahí: de saber que sólo puedo comenzar a ser-otro-yo para ser el yo mismo al que aspiro si comparto, siento y empatizo con las causas de los que han sido oprimidos por otros como yo, si entiendo su rabia y la sitúo de forma política, si entiendo que para quitarme las máscaras de hombre-blanco-europeo-heterosexual-cristiano-capitalista debo entender lo que ellas suponen y calcular cuánto de ellas contengo. Los espejos, al principio, duelen. Luego, cuando se aprende a pasar de lo emocional a lo político, las aristas se suavizan y uno sabe que tiene oportunidades para resituarse, para mejorar como ser humano ya no racializado, ya no racista, ya no patriarcal, ya no “naturalmente” normal, ya tan “anormal” como los seres con los que cohabita el planeta.