¿Qué filosofía, que derecho, qué cultura?

Descolonizar la palabra, la semántica, es el primer paso para descolonizar el pensamiento. Este ensayo cuestiona la naturalización de los significados cargados desde las hegemonías.

(Presentado en el VII Coloquio Internacional de Filosofía del derecho y Cultura Jurídica | Popayán, Cauca, Colombia | Mayo 217)

Damos demasiadas cosas por sentadas. Pero para asentarlas en nuestro subconsciente han debido pasar siglos de fijación educativa y cultural. Digamos que Aldous Huxley no había consumido ninguna sustancia sicotrópica cuando escribió su distopía Un mundo feliz y que, más bien, fue ungido por una especial capacidad para leer hacia dónde caminarían nuestras sociedades occidentales u occidentalizadas. El adoctrinamiento por repetición y la programación neuronal sin margen de error en ese mundo feliz es bastante más tosca en nuestra realidad y como no quiero pasar en este congreso como un seguidor de las teorías del complot me explicaré.

Quizá podamos coincidir en que el proyecto universalista que comenzó con la llegada de españoles y portugueses a lo que hoy conocemos como América lleva mucho tiempo sancochándose en nuestras sociedades, sin importar si se autoconsideran dominadas o independientes, postradas o soberanas.

Fue Europa, nacida como concepto tras la locura colonial que afectó a casi todas las naciones en formación de ese continente, donde se decidió cuáles eran los valores universales, cuáles las ideas válidas. Hay muchas teorías al respecto, pero les quiero compartir una visita aleccionadora a la conocida como biblioteca Joanina de la Universidad de Coimbra. Construida por indicaciones de Joao V en el primer tercio del siglo XVIII, las disciplinas académicas siguen el riguroso orden de la jerarquía de las ciencias que entonces se consideraba nobles, comenzando, por supuesto, por la teología, siguiendo por el derecho y terminando por la filosofía. El derecho siempre estuvo en el epicentro del proyecto colonial. Francisco de Vitoria o, en sus antípodas, Ginés de Sepúlveda, proveyeron el arsenal jurídico que justificaría invasión y colonización de territorios ajenos y, aún hoy, término como guerra justa” o “terra nullius”, escuchados en los debates de la Junta de Valladolid en 1550 siguen siendo utilizados por Estados con vocación imperial.

Si Euroocidente ha logrado, a través de la imposición de un modelo educativo ‘universal’, que se naturalicen ideas realmente extrañas, desde luego que ha conseguido que el lenguaje, la semántica, sea un espacio libre de debates o de apropiaciones locales. No hay discusión ya casi sobre el significado y nos quedamos con un significante cargado como las armas. La semiótica no está de moda. El lenguaje, al igual que la ciencia, al igual que el derecho, parece ser sólo uno y ya, en tiempos sin anhelos colectivos subversivos globales, sin competencia.

Por eso, cuando trabajo en procesos de aprendizaje sobre redacción siempre le digo a las personas participantes que le pregunten al texto, que le pregunten a las palabras. ¿De qué filosofía hablamos cuando hablamos de filosofía, de qué derecho, de qué cultura?

Parecen preguntas redundantes, típico ejercicio académico ombliguista sin más sentido que el producir algún ensayo sesudo que dé puntos al investigador. Pero en realidad es un ejercicio profundamente político.

La semántica es política porque el lenguaje es político. No hay ningún azar en la definición de las palabras por parte de la autodenominada Real Academia de la Lengua de España, con sus satélites coloniales en Abya Yala. No lo hay como no lo hubo en la decisión europea de trazar lo que Boaventura de Sousa Santos ha denominado como la “línea abismal”: “Las distinciones invisibles son establecidas a través de líneas radicales que dividen la realidad social en dos universos, el universo de ‘este lado de la línea’ y el universo del ‘otro lado de la línea’. La división es tal que ‘el otro lado de la línea’ desaparece como realidad, se convierte en no existente, y de hecho es producido como no-existente. No-existente significa no existir en ninguna forma relevante o comprensible de ser. Lo que es producido como no-existente es radicalmente excluido porque se encuentra más allá del universo de lo que la concepción aceptada de inclusión considera es su otro”.

La imposición universalista por parte de Euroocidente de un modo de entender y definir las ciencias, la academia e, incluso, sus ritmos y rituales, sitúa como no-existente cualquier modo diferente de generar conocimiento o de entender las ciencias, la academia o sus ritmos y rituales.

Un estudiante despistado podría pensar que sólo se ha hecho filosofía en Grecia y en Alemania, con algunas excepciones que salpican el resto de Europa y Estados Unidos. No hay filosofía en Abya Yala, hay “espiritualidades” algo primitivas que pueden ser clasificadas en la gaveta de las “creencias” o en la del “new age”. No hay filosofía científica en la periferia de lo “universal”. Tampoco hay derecho o justicia diferente al derecho de origen eurooccidental. “Sólo las leyes os darán la libertad”. La sentencia que dejó para la historia oficial el general Santander evitaba definir qué leyes o qué libertad. He dicho que las palabras no son inocentes y añado que, además, deberían tener apellidos, pero se borran. ¿Las leyes occidentales?, ¿las leyes burguesas-liberales?, ¿las leyes redactadas por una élite formada en las universidades creadas para formar a los redactores de las leyes que garanticen la continuidad del sistema-mundo?

Los diferentes sistemas de derecho indígenas, por ejemplo, son una rareza consentida dentro de la moda del “respeto a la diversidad”, pero ni se estudia, ni se enseña, ni hay trasvase ni contagio: se mantiene aislado en resguardos y no permea en el mundo de lo sí-existente. Es decir, puede existir pero poco… podríamos decir que tiene una subexistencia.

El escritor haitiano René Depestre, uno de los protagonistas del primer Congreso de Escritores y Artistas Negros de 1956, decía décadas después que, a pesar de los avances en El Caribe y América Latina “hay una descolonización más sutil que no hemos logrado realizar del todo, y hablo de la descolonización semántica, la de las palabras”. Quizá el lenguaje, y el lenguaje académico en especial, es también “una mosca inoportuna que zumba en nuestra oreja euro-occidental y que hace cientos de años insistimos en espantar”, cómo escribe Alejandra Bottinelli Wolleter parafraseando al poeta de la negritud Aimè Cesaire.

El lenguaje no es inocente, es político y, quizá por ello, Cesaire arremetía contra las “palabras naturales como la comida y la rabia, tan poco calculadas”. Lo naturalizado por el sistema-mundo diseñado en la carnicería física, espiritual e intelectual de la colonia no puede transformar. “¿Palabras? Cuando manoseamos barriadas de mundo, cuando desposamos continentes en delirio, cuando forzamos puertas humeantes, palabras, ah sí, ¡palabras! pero palabras de sangre fresca, palabras que son maremotos y erisipelas y paludismos y lavas y fuegos de manigua, y llamaradas de carne, y llamaradas de ciudades…”.

Qué lenguaje utilizamos para describir, para definir, para subvertir, para transformar, para emancipar nuestro mundo. Para descolonizar la palabra, la semántica, habrá que descolonizar primero el pensamiento, las factorías de pensamiento que son los centros educativos, los libros que escribimos, los poemas que susurramos, las frases que pintamos en las blancas paredes de un Popayán aún marcado por unas formas de poder y de lenguaje coloniales.

La peruana Patricia de Souza propone “ocupar el lenguaje para, justamente, hacer ver una subjetividad. La espontaneidad es mal tolerada en la época de la contabilidad, el cálculo moral y el maquillaje, vivimos con muchas máscaras. Y algunas asfixian”. Quizá, si “seguimos siendo lo que no somos”, como escribió el maestro Aníbal Quijano, sea porque seguimos nombrándonos y nuestro universo con palabras impuestas cargadas de un pensamiento que, no solo no nos pertenece sino que nos asfixia.

El lenguaje enmascara la realidad desde que comenzó la era agónica de los imperialismos europeos. Europa jamás se ha atrevido a enfrentarse a ella misma, a su vergonzoso origen, a la trazabilidad de su riqueza, de su poder, de su cultura, de su Modernidad. De hacerlo, encontraría verdades tan dolorosas que la harían inviable. Pero los pueblos colonizados, independizados en el marco permitido del estado-nación liberal, tampoco han recorrido el camino de la emancipación en la construcción de narrativas propias, diversas, contradictorias a veces, emergentes siempre.

No me extenderé más porque en el fondo yo no soy más que un intruso en un congreso académico. No soy académico y sólo me avala una dolorosa búsqueda personal, un mirarme al espejo de mis privilegios de nacimiento, de mi forma de utilizar y usufructuar el lenguaje universalista… nada más. También creo que está justificada mi osadía en este día porque trato de trabajar todos los días para que el mundo feliz no llegue nunca y para defender el alma, las almas, que El Salvaje de la novela de Huxley reclamaba para una sociedad dormida en una falsa felicidad alucinada.

Termino con Cesaire de nuevo, porque su poesía, como sus ensayos, fueron látigo y son fuego al que arrojar nuestras ideas universalistas y nuestro lenguaje tan poco nuestro.

 

“Escuchad al mundo blanco

horriblemente cansado de su inmenso esfuerzo

sus articulaciones rebeldes crujir bajo las duras estrellas

su rigidez de acero azul traspasando la carne mística

escucha sus traicioneras victorias pregonar sus derrotas

escucha en las coartadas grandiosas sus míseros tropiezos

¡Piedad para nuestros vencedores omniscientes e ingenuos!”